Ríos, mares, lagos y lagunas parecen hablarnos al oído con palabras inéditas; veraces no obstante, reconocibles, familiares y cargadas de sentido como los recuerdos velados de los sueños que, sin embargo, se vuelven diáfanos una vez evocados por encantamiento. Son voces que nos llaman, cantos de divinidades no desconocidas sino solamente olvidadas que saludan dando su bienvenida a los hijos pródigos. Las ondas concéntricas que provoca el más leve movimiento, el oleaje reiterado de forma rítmica, la sucesión de las mareas en un ciclo infinito despiertan la idea de lo primigenio, del origen ancestral de todas las cosas, igual que si contempláramos los primeros días de la Creación y espíritu de Yavé flotara de nuevo sobre las aguas.

Capaces de paralizar el tiempo en su seno, las aguas son tanto albergue de la vida como su eterno lugar de reposo. Tales de Mileto pudo afirmar así que el agua es el primer elemento del cual derivó todo cuanto existe. En la Antigüedad los ríos, por misteriosa capilaridad, forman parte integrante del único y verdadero Océano, el gran mar universal que rodeaba y circundaba todo el mundo, y así dice Homero que lo lleva Aquiles grabado en su escudo. Antiquísimo entre los titanes, el hijo de Urano y Gea, observa con desinterés las luchas de dioses y hombres, ajeno en su eternidad al tránsito de las edades y al relevo violento y confuso de las generaciones de dioses y hombres. El río es un lugar teofánico por excelencia, un dios mismo lo encarna y hasta le da su nombre, como Aqueloo que multiforme y cambiante se atrevió a medir fuerzas contra el mismo Hércules. Estos joviales dioses-río tenía en mente Maurice Ravel cuando en 1901 compuso sus impresionistas Juegos del agua y añadió en el manuscrito bellos versos de Henri de Régnier para presentarnos al risueño dios disfrutando del cosquilleo de las aguas. Esta deliciosa y brevísima composición para piano refleja la serenidad del agua con acordes que se suceden ascendiendo y descendiendo en un ritmo similar al flujo acuático simétrico y ordenado, pero luego más brusco y fluctuante para regresar a la calma inicial.

Bien puede decirse que la atracción que experimenta la infancia por el agua y los charcos tiene hondas raíces en el comportamiento humano. Ya en los primeros capítulos de nuestra andadura por la tierra debimos de mantener una vinculación simbólica y espiritual, ancestral y antiquísima, con el agua. Las huellas que dejaron pisadas infantiles correteando sobre los suelos pantanosos de hace 700.000 años, halladas por la arqueóloga Margherita Mussi junto a la cuenca del río Awash en Etiopía, sugieren que aquel lugar sobre el que caían cenizas volcánicas, donde sus habitantes fabricaban útiles de obsidiana, cazaban hipopótamos, capturaban peces y moluscos, también daba ocasión a la alegría, al esparcimiento; escenario de primitivos y elementales juegos acuáticos. Estos desaparecidos pantanos se nos antojan familiares y nos animan a descorrer el velo de lo oculto.

Contemplamos el agua como nuestra primera patria y origen. «En sueños la marejada me tira del corazón», canta Rafael Alberti, en un célebre poema en el que se unen las fuerzas primordiales del agua, la noche, el tiempo y el sueño con la nostalgia del niño arrancado de su hogar verdadero, identificado con el mar.

El rumor del agua es mensajero de tiempos remotos, bien lo sabía Antonio Machado cuando hacía cantar a la fuente para preguntarnos: «¿Te recuerda, hermano, un sueño lejano mi canto presente?». Canto que era de añoranza e infancia. Quizá por ello una sonrisa se dibuja en nuestro rostro ante las escenas pintadas por Joaquín Sorolla de niños jugando en la playa, y nos sobrecoge la atemporalidad de los jóvenes alrededor de la fuente representados por Ludwig von Hofmann, o cuando leemos que Agustín de Hipona, de niño, con tanto ardor deseaba ver por vez primera el mar, que había de imaginárselo contemplando un vaso de agua.

También hoy día nos atrapa el mismo ensueño al contemplar la impronta de un pie infantil en la playa, y sentir el vaivén de las olas borrando los últimos restos de un castillo de arena, conduciéndonos a los rincones ignotos y recónditos donde nació la corriente subterránea de nuestra memoria.