Vivimos, casi, en el país del verano permanente. El otoño en Murcia es sólo una entelequia y el invierno poco más que un sueño brevemente embutido entre días de sol y días de sol. Y aun con todo, no es únicamente el clima privilegiado lo que hace de esta tierra un lugar cálido: la luz y la templanza mediterránea son el mero espacio escénico que sirve para acoger paisajes y paisanajes singulares que son los verdaderos protagonistas de la bonanza del carácter murciano. Nuestra geografía es dura pero suave, y guarda en si misma todos los contrastes posibles, y aun los imposibles, para nuestro escaso millón de hectáreas.

Nuestra tierra es árida pero fértil, difícil aunque agradecida. Nuestra historia es tan poco apocalíptica como debe ser la de un lugar que prefiera la vida a las inciertas convulsiones de los acontecimientos, y nuestra cultura es nuestra pero tan indefinible que nos aleja radicalmente del chovinismo patriotero y nacionalista.

Abundan en nuestro entorno los lugares y los personajes entrañables. Cada cual tiene su rincón murciano preferido acompañado de su inevitable cohorte de olores y sensaciones. El mío es una mañana primaveral caravaqueña, a las puertas de mayo, subiendo cuestas que luego de mayor reconoceré como de trazado árabe, con la piel levemente sudorosa, olor a pólvora de cohete y en los oídos el sonido de la dulzaina del 'tío de la pita' al que cien niños perseguimos entre coros de «Serafina está en la esquina más seca que una sardina».

Busquen ustedes su imagen murciana en la memoria, seguramente no les costará demasiado esfuerzo. O mejor, abran los ojos a las escenas del inmediato pasado de cuando el coronavirus aún no nos había retraído y disfrazado con mascarilla: doce de la noche, Platería, una señora mayor, seguro que mucho más cuerda, visceralmente cuerda, de lo que muchos podrían imaginarse, da de comer tiernamente a los gatos que hacen de la noche su territorio exclusivo.

Ocho de la tarde, Plaza de La Rotonda, un grupo de zagales patinan como si en ello les fuera la vida. Siete de la mañana, Plano de San Francisco, abre la churrería y el aire se colma de esencia de churros. Octubre, La Glorieta, despunta la luna llena y la conversación se hace íntima y sincera. Agosto, diez de la noche, cine de verano, bocadillo de tortilla mientras en la pantalla el bueno se carga al malo como es de rigor. Septiembre, un martes, Calblanque, la arena y el sol se funden en la piel y te abandonas a un sueño de calas vírgenes, naufragios y contrabandistas.

La esencia de la murcianía está en las pequeñas cosas de nuestra tierra, sin buscar conceptos u objetivos grandilocuentes, disfrutando como es debido la magia de un lugar perdido y hallado en una esquina mediterránea que ni ambiciona ni desea más presencia en el universo que la que cada uno sea capaz de otorgarle.