Pese a que me hago mayor, se notan las arrugas y salen algunas canas, me sigue gustando cumplir años. Siempre me ha gustado. Ahora, evidentemente, no lo vivo con el entusiasmo propio de la infancia o el jolgorio oportuno de la adolescencia y, reconozco que si puedo evitar decir el número? no dudo en hacerlo. Sin embargo, disfruto de mirar atrás y valorar todo lo que he hecho y ha pasado a lo largo de este tiempo. Y, sobre todo, supone un momento de reencuentro con aquellas personas que han estado en tu vida y que, de algún modo, siguen estando pero con quienes, por falta de tiempo y vidas disparejas, se hace difícil el tropiezo.

Esta semana cumplía años (37, para los más curiosos) y como es habitual recibía numerosas felicitaciones a través de diversos medios. Incluso mi sobrino, de tan solo seis años, se estrenaba con los mails mandando a su 'tata' su primer correo. Pero, como digo, son los saludos de aquellos con los que no tengo relación frecuente los que recibo con más agrado y regodeo. Me evocan aquellos días que, aunque ya quedan lejos, fueron parte de nuestra historia y nos dejaron tantos recuerdos.

Recuerdos que me traen a la memoria aquel temazo de Loquillo que cantamos en noches de exaltación de la amistad y desenfreno. 'Cuando fuimos los mejores' y 'los bares no cerraban', 'las camareras nos mostraban la mejor de sus sonrisas en copas llenas de arrogancia', 'el dinero se gastaba' y 'la vida no se apagaba'. Cuando fuimos los mejores y vivíamos durante la noche algunos de nuestros mejores momentos. Años de volver a casa con el sol ya en el cielo, de cantar en los portales y de no necesitar dormir para seguir existiendo. Aún tengo amigos de esos, con los que hoy tengo vidas paralelas, que difícilmente se cruzan, pero que en su día fueron perpendiculares formando cada noche un ángulo recto.

Pero aunque pueda parecerlo, no es esto un lamento. Aunque ahora cante como Sabina cuando digo que «ya no cierro los bares, ni hago tantos excesos», lo que trato de hacer es más bien una exaltación de aquellos recuerdos. No quiero ser como el Dorian Gray de Óscar Wilde, que rechaza lo que ve en el espejo. Quiero seguir mirándome y sonreír cada año ante lo que veo.