Unos científicos han olfateado las nubes de Venus, que al parecer desprenden un tufillo a ajo y pescado podrido, y los medios de comunicación se han apresurado a anunciar que hay vida en el espacio: «Hallan huellas de vida en el planeta más cercano a la Tierra». Los científicos saben que la vida es solo una posibilidad entre muchas otras, poco más que una hipótesis, pero también saben que nosotros queremos novedades y certezas, una descripción exacta de la anatomía de los venusianos. El rastro de gas que puede haber sido generado por microbios fue detectado por telescopios de última generación hace seis meses, tiempo que los científicos han empleado en procesar los datos. Pero hará falta mucho tiempo más de investigación para confirmar la presencia de vida en Venus. Es más, hace medio siglo que la ciencia ya aventuró esta hipótesis. Por lo tanto, la verdad aún queda muy lejos.

La ciencia es la gran triunfadora en estos tiempos de tribulación que vivimos. En sus manos nos hemos puesto todos como única esperanza de salir victoriosos del combate contra el nuevo enemigo invisible que ha trastornado nuestras vidas. No podía ser de otra manera en la cultura tecnológica y materialista que desde hace siglos se ha impuesto como única vía de conocimiento. Los platós de televisión se han llenado de virólogos, epidemiólogos, matemáticos? a quienes se escucha con veneración como oráculos de un mundo desorientado. Y si alguien se atreve a discrepar de sus designios lo llaman negacionista, pues los medios, más complacientes y conservadores que nunca, han descubierto que su primera función es tranquilizar a la gente, sacrificando su verdadera vocación: hacer preguntas, poner en duda, desafiar el pensamiento dominante.

Por supuesto que la ciencia es la mejor herramienta con la que contamos para enfrentarnos a lo desconocido. Pero la forma con que la veneramos la convierten en una superstición más. Lo mejor que puede ofrecer la ciencia es la duda, no la verdad. Buscar en ella verdades irrefutables nos lleva a la confusión, que es donde estamos hoy instalados. La vida en Venus no es más que un eslogan publicitario y lamentablemente es lo que compran los medios. La verdadera ciencia permanece fuera de los focos no buscando certezas sino analizando los datos para descubrir en qué ha fallado para llegar a confundir el olor a podrido con un microbio. Ahí debería terminar su papel. Porque si hubiera microvenusianos, habría que decidir qué se hace con ellos pues, al parecer, podrían ser muy tóxicos y peligrosos para nosotros. Llegado ese momento no se puede dejar la decisión en manos de los científicos. Cuando hay conflicto de valores, la ciencia se queda muda.