Hace ahora diez años, a principios de septiembre de 2010, acogí con una mezcla de extrañeza y un incierto entusiasmo la noticia de la retransmisión por 148 televisiones de todo el mundo —La 2 de TVE en España— y durante tres días —uno por cada acto de la ópera— de un Rigoletto verdiano filmado en los lugares de Mantua —el Palazzo Ducale, el Palazzo Te y la Rocca di Saparafucile— donde supuestamente transcurre. Un Rigoletto con Plácido Domingo haciendo... de Rigoletto. Obviamente estuve pegado al televisor para seguir el engendro completo, y al llegar a los finales: La maledizione de Plácido-Rigoletto con el cadáver de Gilda entre sus brazos, se me caían las lágrimas... pero de ver el enorme disparate de uno de mis cantantes favoritos —desde luego, mi tenor preferido entre los vivos— haciendo tan penosa e innecesariamente el ridículo.

Los roles para barítono de Verdi —lo sabe todo el mundo, Plácido incluido— ni siquiera pueden cantarlos todos los barítonos, hacen falta unas características concretas que van más allá del simple hecho de ‘tener las notas’: anchura, volumen, ‘squillo’, ‘slanzio’, frescura... y fiato, sí, fiato. En 2010 hacía ya ocho años que Domingo se había despedido —con 60— de su papel más dramático entre los italianos, Otello (en La Scala, con Muti, y con la afinación original más baja del tiempo en que Verdi escribió la ópera, esto es La = 432 c/s, en lugar del La = 440 c/s que usan ahora las orquestas), y mirando atentamente el DVD de aquellas funciones se apreciaban ya los problemas que la edad no hizo sino acentuar después.

El Rigoletto de 2010 en escenarios naturales resultaba cinematográficamente disparatado, y vocalmente tendiendo a flojo aunque en general correcto, a excepción de Domingo, totalmente desbordado por un papel para el que su voz carecía de prácticamente todo lo necesario: ni tenía en realidad las notas, como tantas veces insistió en afirmar, ni por supuesto la anchura, el volumen, el squillo, el slanzio, la frescura ni (¡ay!) el fiato, sin el cual ningún cantante puede ir a sitio alguno. Uno listo y bragado como Plácido puede, a lo sumo, trampear (que es lo que Leo Nucci hacía también hasta no hace mucho como Rigoletto, pero al menos, eso sí, con el color baritonal).

Durante los últimos diez años Plácido ha seguido (y seguiría aún, de no ser por las —ignoramos si ciertas—acusaciones de acoso) frecuentando los grandes teatros de ópera del mundo, absurdamente empeñado en demostrarnos las bondades de su voz de ‘barítono verdiano’, añadiendo a su repertorio otros tantos roles baritonales imposibles para él y manchando una carrera legendaria que bien podría (en lo vocal) haber terminado impecablemente con aquellas funciones escalígeras.