No sé qué fue antes: la pasión por el periodismo o por la literatura. Si el deseo de elaborar reportajes de investigación o la aventura para sumergirme en el género negro. No importa. Cualquiera de los dos perseguía un mismo objetivo: desentrañar lo que se esconde detrás de los acontecimientos. Por muy mundanos que estos puedan parecer. Con el periodismo, para contar lo que algunos pretenden ocultar. Con la literatura, para jugar con la ficción como un elemento más de una supuesta realidad, salpicada de lugares comunes en los que hay unos personajes fácilmente identificables que pululan por recónditos escenarios en los que se mueven como pez en el agua. Historias que ayudan a entenderse mejor uno mismo, o lo que le rodea, y a jugar con el lenguaje como ese junco que se mece ante cualquier viento acariciador.

Con el primero se trataba de vivir en primera persona acontecimientos que están ahí, al alcance de la mano, sin que nada ni nadie se interpusiera a la hora de poder contarlos. Y si lo hacen, que se atuviesen a las consecuencias de quedar a la intemperie. No obstante, siempre hay alguien que quiere evitar que la verdad salga a relucir y eso es, precisamente, lo que aporta la salsa al ejercicio de esa profesión cuando se ejerce con autenticidad, con un fin que no tiene nada que ver con el de la propaganda o el de ser mercenarios de cualquier tipo de poderes. Me vienen en este instante la imagen de tantos supuestos compañeras y compañeros vendidos al mejor postor y que, válgame, Dios, aún se atreven a ir de periodistas por la vida.

Aún se eriza mi escaso vello al recordar algunos de los casos investigados en los años 80 y 90. Fraudes fiscales, estafas y operaciones políticas de acoso y derribo. Es la misma emoción que deben sentir quienes hoy siguen escarbando para sacar a la luz las cloacas del Estado, las financiaciones varias de los partidos políticos o lo que hay detrás de las fusiones, operaciones económicas de altos vuelos o las noticias falsas de cualquier personaje populista que abunda en territorio nacional, europeo y mundial. No me negarán, sin ir más lejos, que todo lo que hay detrás del excomisario Villarejo, el exministro Jorge Fernández Díaz, el resto de los personajes que giran alrededor de los casos Púnica y Kitchen, sin ir más lejos, no les parecen lo suficientemente interesantes. No falta ni un cura, por cierto, muy vinculado con nuestra querida UCAM a la que ésta le debe un gran favor.

Pero contar la realidad también es poner negro sobre blanco el drama de acontecimientos como el de las personas refugiadas a las que impedimos llegar a Europa o las retenemos en condiciones inhumanas en unos campos que, más que de refugiados, son de concentración, como denuncia el sacerdote Joaquín Sánchez. Es el periodismo que trata de dar voz a quienes no la tienen, el que pone luz a la oscuridad y palabras e imágenes al silencio ante realidades que nos golpean. Como la que sufren las más de 13.000 personas se han quedado sin nada en el campo de refugiados de Moria, en Grecia, tras el devastador incendio que hace unos días se llevó por delante sus maltrechas instalaciones. Es el periodismo que trata de vencer la indiferencia de una Europa que mira (que miramos) hacia otro lado.

La literatura, especialmente la negra, la oscura, es la que permite acercarse a la psicología humana más escondida. Aquella que es capaz de justificar una muerte, cuando no causarla. La que permite la inmersión en una historia de ficción pero que está contada de tal manera que a los personajes el lector les pone rostro y les ayuda a construir su propia vida y acontecimientos. Además, la trama sirve muchas veces para unir los eslabones de una cadena repleta de vivencias similares, recuerdos aparcados y protagonistas de una historia que no te resulta extraña. Como sucede con la última novela de Lorenzo Silva, El mal de Corcira, en la que el subteniente Belvilacqua y la brigada Chamorro ya forman parte de tu vida como para poderles enviar un whatsapp para preguntarles cómo están. O como con Domingo Villar, al que te puedes encontrar en tu próxima visita a Vigo tomando un vino con su inspector Leo Caldas.

Da igual, por tanto, lo que fue primero. De lo que se trata es de no perder nunca la capacidad de emocionarse y de no mirar hacia otro lado. Desde la más genuina sinceridad y autenticidad.