Es difícil saber cómo acabará este episodio del virus que ahora nos perturba tan profunda y globalmente, qué terminaremos por aprender y cambiar tras esta conmoción colectiva de la especie humana. Pero me temo que no servirá para lo fundamental, para comprender el significado profundo de esta pandemia, las causas de esta 'tormenta epidemiológica perfecta'. Sabemos ahora que estábamos advertidos de la posibilidad de que una catástrofe así se podría producir y nada se hizo para prevenirla. Es más, estábamos avisados por sus predecesoras, lo que permiten hablar de 'era de las pandemias': la gripe aviar (desde 1997), SARS (2003), gripe porcina (2009), MERS (2012), y virus del Zika (2012), además de las epidemias de ébola. Comparten todas ellas su origen zoonótico (transmisión de animales a humanos) y la misma explicación de su génesis: «La destrucción de los bosques, tanto a manos de multinacionales como de agricultores de subsistencia desesperados, elimina la barrera entre las poblaciones humanas y virus silvestres aislados endémicos de las aves, los murciélagos y los mamíferos. Las granjas industriales y los gigantescos corrales de engorde actúan como inmensas incubadoras de nuevos virus, mientras que las condiciones sanitarias en los barrios marginales dan lugar a poblaciones que están al mismo tiempo densamente abarrotadas y debilitadas a nivel inmunitario» ( Mike Davis).

Un informe de esta misma semana de la Agencia Europea de Medio Ambiente reconoce que «la degradación ambiental (y, en concreto, la colonización de espacios naturales y el contacto humano con animales que son reservorios de virus y patógenos) es el primer eslabón de la cadena que explica las pandemias de los últimos años», de forma que el 60% de las enfermedades infecciosas humanas son de origen animal, mientras que tres cuartas partes de las nuevas enfermedades infecciosas emergentes se transmiten a los humanos desde animales». Tenemos pues que actuar, dice el informe, sobre el origen de los factores que explican su incidencia.

Si existe un vínculo probado entre la degradación y extralimitación ambiental, incluidos los efectos añadidos del cambio climático, y pandemias como la Covid-19, ¿por qué los Gobiernos en todas partes no han aprovechado la oportunidad y hecho el esfuerzo de información, educación y ecoalfabetización de la ciudadanía?

Aunque aún no ha alcanzado la mortalidad que permitiría hablar de un 'riesgo catastrófico global' (aquellos que podrían matar al menos hasta el 10% de la población mundial), esta pandemia ya es un acontecimiento traumático global, que ha logrado confinar por vez primera en la historia a la mitad de la humanidad en sus hogares.

El trauma sanitario se acompaña como sabemos de una fuerte crisis económica y social que cae sobre una crisis anterior (2008) de la que aún no nos habíamos repuesto. «¿Hasta cuando podremos seguir haciendo, cada 15 o 20 años, inversiones absolutamente colosales para mantener un sistema que se hunde y no se sostiene?» ( Yayo Herrero y Rosa Martínez).

Si añadimos a todo esto la crisis ecológica en sus diversas expresiones (climática, energética, de biodiversidad, etc.) que subyace a la propia pandemia, la situación es aún más grave y se podría considerar instalada en una lógica de colapso.

Cuando hablamos de colapso lo hacemos como lo define la reciente 'colapsología' francesa: no un acontecimiento singular claramente delimitado, sino una degradación progresiva que incorpora diferentes colapsos (de la biosfera, de los ecosistemas, de la civilización, de la noción de progreso, etc.), algunos de ellos ya en curso y otros existentes como riesgo. Así entendido, el colapso es el resultado más probable de la trayectoria actual del sistema.

Sin embargo, mantenemos oficialmente paradigmas superados y viejos relatos que ya no sirven. En este tiempo (el Antropoceno) las cosas han cambiado. Como ha señalado Bruno Latour, se han invertido las relaciones entre geografía y la política: seguimos en la inercia económica, legal y política anterior, del siglo XX, en la que los humanos se peleaban dentro de un marco geográfico estable desde la última glaciación, pero la Tierra, la geografía cambia ahora a una velocidad asombrosa. Estamos en un 'nuevo régimen climático', una situación irreversible en gran parte. La ciencia, aunque no tenga una certeza absoluta sobre el futuro, nos habla ahora de riesgos existenciales. Por este cambio de las reglas de juego, «por primera vez fallar puede significar perderlo todo» ( Héctor Tejero y Emilio Santiago).

Pero la gravedad de los hechos no es evidente por sí misma. «Desgraciadamente», dicen estos autores, «un planeta que arde no necesariamente ilumina».

Necesitamos, pues, un nuevo relato con fuerza explicativa que tenga en cuenta además que «no tenemos el equipamiento cognitivo para absorber el hecho de que nuestras acciones entrañan reacciones muy rápidas sobre la tierra» (B. Latour).

Solo un nuevo relato instalado en la conciencia social a nivel global puede permitirnos la transición urgente a otra forma de habitar y relacionarnos con la naturaleza y el resto de formas de vida en el planeta. Ahora es este cambio cultural la verdadera prioridad pues de él depende que le sigan los cambios políticos, económicos, energéticos y sociales que pueden permitirnos mitigar y adaptarnos a la nueva realidad. De fondo, se trata de romper con la lógica demencial del sistema capitalista que afirma dogmáticamente que es posible crecer ilimitadamente en un mundo materialmente finito, y que ha logrado que este sinsentido se convierta en sentido común aceptado, incluyendo «ese fundamentalismo que dice que el crecimiento económico y el dinero son sagrados», e impuesto una lógica sacrificial: merece la pena sacrificarlo todo para que la economía crezca (Yayo Herrero y Rosa Martínez).

Vuelvo al comienzo: el alcance e impacto de la pandemia actual ha creado las condiciones que nos permitirían avanzar rápidamente en la sustitución de los viejos relatos y en la socialización de un nuevo estado de conciencia de especie, interdependiente y ecodependiente. Pero parece que los Gobiernos en casi todas partes y los distintos grupos de poder, actuando una vez más como negacionistas fácticos, van a propiciar que esta oportunidad (como otras anteriores, al menos desde el informe Los límites del crecimiento, 1972) también se pierda, sin que la resistencia de algunos movimientos sociales y las denuncias cada vez más alarmantes de la comunidad científica logren (por ahora) cambiar esto.