Sepan que comer melón de agua es tarea gustosa, pero no sencilla. Porque ya del todo primero se nos plantea un problema de identidad: no todos sabrán de qué hablamos ni qué comemos, porque muchos se empeñan en llamar sandía a esta fruta cuando casi en el universo todo se le conoce como melón de agua, meló d’aigua o, para acabar, water melón, frente al melón de año o de colgar, que es otra cosa. Si no lo oscurecen más los poetas, se llamen Pedro Javier Martínez o Pablo Neruda, envolviendo su dulce néctar con metáforas y circunloquios que hablan de «un joyel redondo y bien labrado», de «el más fresco de todos los planetas» o de «la ballena verde del verano», con lo que, si no queremos confundirnos, habría que recurrir a la inequívoca adivinanza popular que lo deja todo meridianamente claro: «Rojo por dentro, verde por fuera, melón de agua, pepitas negras».

Proporcionarse el melón no es una ocupación menor, porque exige el rastreo en huertas y bancales, lonjas y fruterías, y ahora en los estantes limpios y acogedores del supermercado. Entre todos los melones posibles, habremos de seleccionar el nuestro con una minuciosa labor de detectives y zahoríes del rastreo melonar, sondeando sus entrañas con leves toques de nudillos o apretando sus extremos con el dedo pulgar, o incluso recurriendo a alguna aplicación informática que dé pelos y señales de su madurez. Total, palos de ciego, porque vean cómo entre los despojos de la comida opípara emerge virgen e inmaculado como un verde tótem, como un objeto volador no identificado, como la promesa de un oculto y misterioso maná que no sabemos si será el final feliz o la ruina del banquete.

Abrir el melón será la penúltima prueba, no exenta de riesgos. Dispuesto en posición vertical sobre un plato dilatado, armados de un afilado cuchillo rebanaremos a la víctima una y otra vez de arriba abajo, de cabo a rabo, con saña y alevosía, mientras sujetamos con la otra mano el abanico de las sangrantes tajadas, hasta que la fuente se convierta en «un círculo de rojas medias lunas», como dijo Salvador Rueda.

Y por fin la tarea más gustosa, aunque a más de uno lo puede poner en entredicho. Los finos y relamidos separarán la pulpa de la corteza y, dividida en pequeños tacos, irán llevándosela pulcramente con el tenedor a la boca; pero los comedores informales agarrarán la tajada con ambas manos, e irán deslizándola de un lado a otro de la boca, como si de una flauta se tratara, entre sonoros sorbitones, al tiempo que regueros de su roja sangre chorrean por mofletes, barbilla y gaznate, regando con su fresca corriente camisas y calzones en un dulce y jugoso festín, que provocará la admiración y el jolgorio de los comensales.

Aunque como en casi todo, las modernas estrategias comerciales, han acabado con parte del misterio y la poesía de aquel círculo cerrado de antaño, pues el melón viene a la frutería ya rebanado en dos mitades exhibiendo sin pudor sus entrañas.