En la nebulosa del tiempo (mejor dicho, de la naturaleza de mi tiempo) me vienen fogonazos de vida que no sé archivar cronológicamente, pero que son como relámpagos de una época, de una existencia, archivada en mi mente y pegada a mi genética que, por alguna causa indefinida e indefinible, salen disparados desde los anaqueles confusos de la confusa memoria, y se incrustan como saetas lúcidas en mi pensamiento. No son provocadas por mi voluntad consciente, sino que, por algún motivo, surgen de algún fondo oscuro e inalterado, y, sin haber sido invitadas, se hacen presentes en mi presente. Los recuerdos son nieblas de un pasado con vida propia, como fantasmas incontestables, e inapelables.

Aquella noche de mi niñez primera había transcurrido en un sueño confuso de vientos, tempestad y ruidos estruendosos y contundentes. Se me ha borrado el preludio doméstico de aquella mañana. Tan solo después me veo en la orilla de un mar ya calmado, pero ante un paisaje desolado, destartalado. El paseo natural, que no urbanizado, y los atrios de las casas que afrontaban el mar, se hallaban asaltados de algas y maderaje en caótico desorden. La explicación de los mayores presentes era que los botes cercanos a los cantiles, el levante de la noche los había estrellado contra los mismos, llegando sus restos a primera línea de viviendas, deshabitadas de veraneantes. La 'raya azul' del mar, como se la llamaba, aparecía nítida y fresca, espléndida, como recién pintada, delineada y clara en la mitad de la laguna, como si su trazado inalterable no hubiera sido testigo de nada de lo ocurrido.

Porque mis recuerdos son de cantiles, de muelles, no de playas. La playa era apenas unos escasos metros de suelo guijarroso que separaba el agua de la pared en la bajamar y los dejaba besarse y acariciarse con la marea. Una pared de piedra y un agua tan cristalina que dejaba ver, casi impúdicamente, todo el bullir de la vida y riqueza que exponía su lecho: chirretes, pequeñas galúas, zorros, cangrejos que, en su época, asaltaban el cantil con todo el desparpajo, aquella especie de anémona casi animal que se abría sobre la escasa arena del fondo, y se ocultaba, tímida y asustada, ante el contacto de una rama, una piedrecilla; todo un universo de incipiente vida marina de primera orilla. Detrás de mi casa, unos escalones de piedra desgastada dejaban abrazarse el mar y la tierra. De allí mismo cogíamos las rocas porosas que luego convertíamos en montañas del belén familiar. Su último escalón, ya sumergido, era otro mundo, otra existencia, otra dimensión, otras sensaciones distintas y distantes, diferentes, que te atrapaban cuando posabas el pie sobre la ova viva, cubierta de un espejo líquido.

Una vez, unos cuantos zagales nos propusimos violar la quietud invernal de un balneario San Antonio cerrado a cal y canto. Por su lateral derecho, la punta de los pies deslizándose cautos y despacio sobre el escasísimo reborde del remate inferior, los dedos de las manos aferrando el resalte superior, los cuerpos, ágiles y menudos, pegados a la pared de madera, llegamos hasta la pasarela central que daba acceso a su interior. Mi recuerdo de aquella aventura era, precisamente, que, al mirar hacia abajo, el poco vértigo lo producía ver el fondo del mar, dado que la transparencia del agua apenas dejaba ver la altura de su nivel. Tal era su salinidad y el yodo de sus aguas, que, un día, en la escuela, la torpeza de mis pocos años hizo que me guardara el 'sacapuntas' de la época (una cuchilla de afeitar ) en un bolsillo de mi pantalón corto, de forma y manera que, al ir a aliviar mi vejiga y subirme la pernera, el 'afilalápices' me dibujara una buena cortadura en el muslo, que no dejaba de sangrar. Me encaminé hacia el mar, me adentré hasta que el agua llegara a mis ingles, y dejé que me cortase el sangrado y me cicatrizara la herida. Si no hubiera sido por el 'siete' en el forro del bolsillo, en mi casa ni se hubiesen enterado.

Este último verano estuve una noche en aquel San Antonio que asalté de pequeño un invierno pequeño en una historia pequeña, y al apoyarme en su barandilla de entrada y no ver el fondo por una masa de nube gris sucia y triste, sentí una congoja íntima, dolorosa, pegada al alma, y a las tripas, no sin una dosis de rabia sorda. Y me sentí vacío y sin palabras. Una mujer, paisana antigua, a mi lado, debió adivinar el ahogo en mis ojos, que me susurró: «A pesar de todo, es nuestro mar».

Aunque no lo creamos, e incluso aunque no lo queramos, el Mar Menor va en nosotros y con nosotros. Siempre. Y aún así es un angustioso epitafio que apela a nuestros sentimientos, e incluso a nuestras conciencias. ¿Qué pudimos hacer que no hicimos, y qué no hemos debido hacer que hemos hecho? Se nos muere una parte de nosotros mismos, de lo que fuimos y de lo que somos, y eso hace que nosotros también muramos.