Cuando los partidos políticos tienen líderes mesiánicos sobre los que pivota un halo de endiosamiento mediático todo va rodado. Miles de afiliados nuevos al mes, ofrecimiento de candidatos hasta en la sopa, cargos públicos felices y conspiraciones judeomasónicas absurdas por luchas de poder locales.

Vivir en el mundo de las encuestas bullentes es maravilloso. Permite, entre otras muchas cosas, que gran parte del personal sea mediocre y el público casi no lo note. Qué más da que un partido no tenga una estrategia definida de movilización si cinco minutos de entrevista de un cargo público nacional mueven más gente que cualquier acción prediseñada. Que importará que no se cuide a los afiliados cuando el votante ni siquiera sabe que en Murcia se presenta una tal Isabel Franco, por decir, y no el chico catalán estupendo que habla tan bien y que ahora es novio de Malú.

Cuando las cosas van bien los cimientos son innecesarios. Las estructuras no se tambalean y la fachada es lo que importa. Todos guapos, carteles electorales estupendos, eslóganes atrayentes y, como gran acción de calado intelectual, debates de candidatos bien preparados para que hasta los que aún dudaban entiendan que en el líder está la solución.

Pero el mundo de las bulas papales y el enamoramiento del candidato suele ser limitado, y cuando se acaban los fuegos artificiales y los miles de militantes que cada mes se afiliaban no paran de llamar para darse de baja, y en los mítines en los que antes no cabía un alma ahora hay que pagar merienda para que alguien aparezca; entonces, como por arte de magia, alguien se acuerda de que el trabajo orgánico de los partidos es algo más que disfrutar de la tracción de las siglas y dejar que todos se peleen por llevarse una parte de una porción de tarta que hace no tanto parecía infinita.

La cultura orgánica de los partidos lleva años denostada porque estamos acostumbrados a ver lo peor de ellas. A las Adriana Lastra de turno y a los chavales de Nuevas Generaciones sin oficio ni beneficio ni cotización a la Seguridad Social fuera del erario público.

Pero los responsables orgánicos de las formaciones son los verdaderos artífices de que un partido tenga la estructura suficiente como para gobernar. Los afiliados son los que en momentos de dificultad actúan como embajadores y transmisores de un mensaje que de otra forma sería imposible que permeabilizara en según qué segmentos de la sociedad. Entender que la política orgánica de los partidos está reservado a los estratos mediocres de la formación, o que es un juego de reparto de poder sin trascendencia pública real, es un error de un calibre tal que provoca que partidos de Gobierno acaben con 66 escaños y otros que podrían haberlo sido pasen de casi poder gobernar a casi pedir permiso para entrar en el grupo mixto.

Los afiliados, en contra de lo que creen muchos dirigentes de sus partidos, no son idiotas. Tratarlos como tal no sólo destila una soberbia imperdonable, sino que además es el comienzo del fin de toda formación que aspire a sobrevivir.

Muchos políticos descubren a la militancia desde la cola del paro después de sus fracasos. Harían bien los que están en activo en ver la paja en el ojo ajeno. O que busquen otro trabajo. Tarde o temprano, al final, sus militantes les iban a obligar a hacerlo.