Hace tan solo unos meses le pregunté al alumno más aventajado de mi clase de Segundo de Bachillerato si sabía quién era Miguel Ángel Blanco. Es un chico listo y esmerado. Tiene 18 años recién cumplidos. Ya ha despertado en él la llama del pensamiento crítico. Se indigna con las desigualdades de la sociedad que lo rodea y se asoma a la actualidad política con ganas de opinar. Pero la pregunta le pilla descolocado. Durante unos segundos titubea. No está seguro. Le suena el nombre. El resto de la clase, acostumbrada a sus respuestas satisfactorias, se inquieta. Nace un rumor. «¿Miguel Ángel Blanco? No tengo ni idea». La clase adquiere un ambiente de júbilo. «Si no lo sabe él, imagínate el resto». He ahí, ante mí, el cáncer de nuestro tiempo.

Esta es la España que va quedando. De esa clase de un instituto cualquiera al cartel de HBO, colgado con bombo y platillo en la Gran Vía de Madrid, hay un estrecho hilo. Una causa y un efecto. Una malicia calculada. La mujer que abraza a su marido con un tiro en la nuca rebajada al mismo nivel que unos policías que se mofan del etarra torturado. Victimas y verdugos salvados por la historia. Igualados en la infamia ¿Acaso no conocen cómo acabará todo? Ya está sucediendo. El relato de que no hay ni buenos ni malos. De que en todos lados hubo dolor y pena. Que la violencia no entiende de bandos. El dolor de una viuda y el dolor de una madre cuyo hijo ha elegido la vía de las armas. Un conflicto demasiado difícil para entenderlo. La falsedad de pasar página y borrar los últimos años para superar el trauma. Y de esta forma se aclimata una sociedad que esconde su pasado.

Pero lo cierto es que sí hubo buenos y sí hubo malos. Hubo tiros en la nuca, bombas que arrasaron la vida de hombres y mujeres, de niños. Hubo persecución y escarnio. Humillación y soledad. Me gustaría explicarle a mi alumno lo que fue ETA. Lo que significaba despertarse cada mañana con las noticias en la radio anunciando un nuevo atentado, con la única premisa de que los muertos fuesen españoles y no participasen del juego independentista. Querría decirle a mi alumno que la historia no es blanco o negro, por supuesto, pero que no se deje embaucar por los que pretenden blanquear lo sucedido emborronando de gris la verdad de aquellos días. Que nuestro país se arrastra a un mercadeo indigno cada vez que debe pactar unos presupuestos o una prórroga del Estado de Alarma, de la mano de aquellos diputados de Bildu a los que se les prometen reformas laborales, porque siguen sin condenar la violencia y justifican, de una u otra manera, los casi mil muertos de una manera que dejaría a Maquiavelo como un principiante. Eso también es memoria histórica.

Y por supuesto que existió la tortura. Y el terrorismo de Estado. Y España, como un país democrático que es, lo persiguió. Y se derrotó a ETA gracias a la acción de la Policía, a la ley de partidos que permitió la ilegalización de Batasuna y a que la sociedad vasca (siempre esa mítica sociedad vasca, la más europea y moderna de las que hay en España) se cansó de mirar para otro lado y empezó a dejar de esconder sus miserias y sacarlas a la luz.

Ustedes podrán decirme que es solamente un cartel. Que este no tiene por qué responder al sentir general y ni siquiera al libro que dice versionar. Pero el cartel es solo el síntoma de la enfermedad, no es el problema en sí.

Patria es un libro excepcional y no participa de la infamia denunciada. Es un libro que desnuda las vergüenzas de la sociedad vasca, que humaniza a las víctimas de ETA y las acompaña cuando ya no hay focos a su lado. Habla de su soledad. De su incomprensión. Del desarraigo de ser expulsados de su pueblo. De la humillación constante a la que son sometidos. El odio innato de escupir en las tumbas de los muertos. Matarlos doblemente.

Hay una escena de la novela de Aramburu que me gustaría que leyera mi alumno. Miren, la viuda vuelve al pueblo cuando ETA deja las armas. Tras el asesinato de su marido debió abandonarlo porque continuaron las amenazas. Incluso tuvo que enterrarlo lejos de allí porque ultrajaban su tumba. Años después, siguen murmurando cuando la ven. El sacerdote la invita a marcharse de nuevo. Las armas han caído pero el mismo odio sigue transitando las calles.

Es solo un cartel, pero para muchos jóvenes empieza a ser una verdad. Y si permitimos que eso ocurra jamás enterraremos a ETA.