Cuenta la leyenda que un indígena del Este de lo que ahora es Canadá vio una ardilla subirse a un árbol, cortar una rama con sus entrenados y desarrollados dientes y ponerse a succionar lo que fuera el líquido que salía de ella. El indígena se extrañó de que la ardilla prefiriera sorber el contenido de la rama en lugar de beber de las cristalinas aguas de un arroyo cercano. Intrigado por el comportamiento del pequeño roedor, hizo un tajo profundo en la corteza del árbol y descubrió que manaba una savia de sabor extremadamente dulce que a partir de allí se llamó 'miel de arce', pues era este tipo de árbol, en algunas de sus variedades, la que lo producía con regularidad estacional. El indio no solo había descubierto una alternativa al dulzor de las frutas silvestres, sino un remedio efectivo a la enfermedad del escorbuto que a menudo padecían los miembros de su tribu.

Será una leyenda lejana en el tiempo, pero en ella están reflejados múltiples aspectos de un fenómeno que tiene una incidencia brutal en nuestras vidas y en nuestra sociedades aquí y ahora. La búsqueda del sabor dulce (natural en el ser humano como en tantas otras especies animales) ha creado una crisis sanitaria de proporciones apocalípticas y no encontramos el remedio adecuado para solucionarla. Y el remedio que existe, que sí existe, no puede utilizarse por un miedo ancestral instalado en la mente de nuestros congéneres, al lado de otros miedos fruto de la estulticia colectiva como el que impide el desarrollo de una fuente de energía eficiente y apenas contaminante como la nuclear o el que bloquea un salto cuantitativo de la producción de alimentos como es la ingeniería genética. Pero de eso hablaremos al final.

El amor por lo dulce tiene una explicación natural de lo más sencilla. Las plantas de frutos necesitan para su ciclo reproductivo que algún animal esparza sus semillas, y por ello la fruta se endulza al madurar. De esta forma los animales (especialmente los pájaros) comen la fruta y cagan la semilla en otro lado, ateniéndose al viejo dicho repleto de sabiduría higiénica de «no cagues donde comas». Por eso es tan deliciosa la fruta madura, y especialmente la de verano, que es altamente refrescante además de dulce. De la fruta pasamos a la miel, una explosión de dulzor cortesía de las abejas y sus panales, que el hombre empezó a gestionar en los albores de la civilización, y de ahí a la savia de arce, convertida en jarabe o sirope, que también está de chuparse los dígitos.

El azúcar como tal, tardó mucho más en descubrirse y ha pasado por muchas fases de reinvención en los procesos de producción hasta convertirse en el producto que conocemos hoy en día y que compramos con total facilidad en el supermercado en forma granulada o en terrones, elaborado a partir de la caña de azúcar o de la remolacha. El mismo azúcar que acompaña a una variedad infinita de productos alimenticios de fabricación industrial y que hoy en día se ven estigmatizados por la crisis de obesidad y sus consecuencias para la salud que nos atenaza. Por si faltaba poco, diversos estudios han demostrado en estos últimos meses que la obesidad es un factor que aumenta en un 48% nada menos el riesgo de fallecimiento en enfermos graves del Covid 19. Por si estar gordo no fuera suficiente jodienda para el que lo sufre, encima te ataca más fuertemente este coronavirus de las pelotas.

De ahí a la demonización del azúcar por parte de la ciencia médica primero, y de la sociedad y sus representantes políticos después, solo había un paso. Y ese paso se está dando en la forma habitual: más impuestos a los alimentos con alto contenido de azúcar y configuración de una opinión pública que fácilmente pasa del consenso sobre un tema a la radicalización y al sectarismo. De las recomendaciones médicas de consumir alimentos con menos azúcar, hemos pasado al impuesto sobre los refrescos azucarados y a ver con malos ojos a los niños que reparten galletas caseras a los otros niños de la clase en su cumpleaños.

Con el argumento de que «el azúcar es más dañino y más adictivo que la heroína», los sectarios que desahogan su odio y furor en las redes sociales han iniciado la persecución de los gordos, viendo en ellos el eslabón débil de la sociedad, o el heroinómano del azúcar. Bajo la excusa de ahorrar gastos médicos, insultan a los gordos tanto como insultan a los fumadores, aunque no tenga nada que ver el natural gusto por lo dulce y los hidratos de carbono con una costumbre que perjudica la salud ajena, aparte de la propia. Y es que, exageraciones y fiscalidad oportunista aparte, la verdad es que la obesidad causada en gran parte por la afición al azúcar, disfrazada de múltiples formas en la composición de los alimentos preparados que encuentras en el supermercado, tiene un efecto devastador en la salud de nuestros conciudadanos a través de la diabetes Tipo 2 y sus terribles consecuencias derivadas.

Nos gusta tanto el azúcar que encontramos formas de justificar su consumo con argumentos de su 'carácter natural'.

Volviendo al principio del artículo, las frutas maduras contienen azúcar, y consumirlas en formato de zumos es una forma de inyectarse sacarosa en vena, por eso nos gusta tanto. Pero el zumo no es fruta, es una concentración del azúcar presente en la fruta, despojada de la beneficiosa fibra, que le proporciona salubridad y aumenta el efecto saciante. El fenómeno de bombas calóricas en forma de alimentos elaborados disponibles en el supermercado se ha agravado en los últimos años por obra y gracia del poder endulzante del jarabe de maíz, un cultivo típico del Medio Oeste norteamericano fuertemente subsidiado por su papel clave en la elección del presidente norteamericano cada cuatro años.

Lo curioso es que existen perfectos sustitutos del azúcar o similares, con mucho poder endulzante pero estigmatizados por la opinión pública debido a los resultados de estudios con ratones financiados por la industria azucarera en los años setenta e invalidados posteriormente por estudios mucho más serios y por las autoridades alimentarias. Una vez lanzada la piedra al estanque, es imposible parar las ondas que produce. Pero eso será objeto de otra historia y de otro artículo.