Será posible que incluso tras el sentimiento aparentemente más desinteresado subyazca un egoísmo irreductible? Admirable resulta el amor incondicional de padres y madres hacia sus hijos y, sin embargo, se trata de un sentimiento determinado por la férrea genética. Dawkins lo explicaba muy bien en aquel libro que ya lo dice todo desde el título: El gen egoísta. Los progenitores no hacen otra cosa, en el amoroso cuidado de su prole, que velar por la perpetuación de sus propios genes.

Eso por no hablar de la motivación en el hecho mismo de reproducirse. Como afirma David Benatar en esa obra que forma parte de la más lúgubre historia de la filosofía, Better never to have been: the harm of coming into existence (algo así como: Mejor no haber existido: el peligro de llegar a existir), nadie tiene un hijo pensando en lo agradable que resultaría para quien aún no existe comenzar a existir. Dicho más llanamente: nadie tiene un hijo por el hijo. Lo tiene por sí mismo. Por replicarse. Por no perderse la experiencia de la paternidad o maternidad. Por mero despiste en el fragor de las relaciones íntimas. A veces, también, porque es lo que toca una vez que uno ha matrimoniado.

El amor, el presuntamente más generoso de los sentimientos, se halla también atravesado del insondable egoísmo que caracteriza a la naturaleza humana. Porque a menudo buscamos en el amante una manera de ver el mundo con otros ojos, de redimirnos de nuestras limitaciones, de vivir otra vida de manera vicaria. Lo explica muy bien el protagonista de Madrid 1987, una magistral película de David Trueba. Ángela (encarnada por María Valverde), una joven estudiante de periodismo, acude a aprender el oficio de un veterano del gremio: Miguel, a quien da vida un José Sacristán en estado de gracia. El curtido periodista muestra una obstinación casi irritante en acostarse con la muchacha. Llegado un momento, en un ejercicio de confesión y de autoanálisis, lo dice: se trataba de volar con tus alas.

El amor, tanto el más espiritual como el más epidérmico, no es más que una mutua vampirización; una sofisticada forma de parasitismo. Somos mantis religiosas que devoran a su compañero en pleno fulgor romántico.

Claro que Miguel deja claro a Ángela que, como instrumento de placer, el amante tiene también sus límites y a menudo prefiere uno ir directo a sus fuentes predilectas de satisfacción. «Ahora mismo», le dice el viejo a la joven cuando, encerrados en un claustrofóbico cuarto de baño, ésta le niega sus favores, «cambiaría tus muslos por un cigarrillo. Y tus tetas perfectas como dos caracolas por un vaso de whisky».

Y esto por no hablar de una cuestión más peliaguda: no tenemos del otro más que nuestra imagen del otro. No podemos amar a otra persona; nos es dado solo amar lo que vemos nosotros de esa persona. Acabamos amando una imagen construida por nosotros: una extensión, en definitiva, de nosotros mismos. Y los filósofos han tratado profusamente el tema: a menos que poseamos dotes telepáticas, las mentes ajenas conforman un exótico misterio.

Pero no es a un filósofo a quien debemos la mejor expresión del triste hecho, sino al poeta. Al poeta que paseaba su figura lánguida por las calles de la melancólica Lisboa: «Nunca amamos a nadie. Amamos, tan solamente, la idea que nos hacemos de alguien. Es un concepto nuestro —en suma, a nosotros mismos— lo que amamos».

Pessoa, oculto esta vez tras el heterónimo de Bernardo Soares, nos avisa de que esto rige tanto en el amor de almas como en el de cuerpos: «En el amor sexual buscamos un placer nuestro dado por intermedio de un cuerpo extraño. En el amor diferente del sexual, buscamos un placer nuestro dado por intermedio de una idea nuestra».

He dicho que Pessoa se ocultaba tras el heterónimo y no he dicho bien. Los heterónimos de Pessoa no son máscaras, sino segmentos de su personalidad genuina. A Bernardo Soares no quiso dotarlo de datos biográficos (como sí hizo con Ricardo Reis, Álvaro de Campos o Alberto Caeiro), porque constituía el personaje que más y mejor lo representaba. De Soares manifestó su creador que «es yo menos el raciocinio y la afectividad». Por eso se permitió resumir con perfecta crudeza sus reflexiones sobre el amor: «El onanista es abyecto, pero, en exacta verdad, el onanista es la perfecta expresión lógica del amante. Es el único que no disimula ni se engaña».

Es Soares quien firma El libro del desasosiego. Uno de esos títulos —como Mejor no haber nacido, como El gen egoísta— que ya lo dicen todo.

El libro del desasosiego es un libro en prosa escrito por un poeta. Cosas más raras se han visto. Como un amante convertido en mantis religiosa. Como un amante onanista. Bueno, esto igual no es tan raro.