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Desde hace muchos años tenemos acceso, al alcance de nuestro mano y bolsillo, a todo el conocimiento que se ha producido en la Historia de la humanidad. En este preciso instante, y a golpe de click, pueden obtener la fórmula química más compleja, los Tratados fundacionales de la Unión Europea, la biografía de un soldado indio de rango medio en su guerra de la independencia, o la conjugación del verbo más extraño de todos los dialectos del sueco.

Tener acceso a tanta información no implica en ningún caso entenderla. Ni saber cómo utilizarla, o con qué otras fuentes combinarla, o de qué manera procesarla. La información en bruto que proporciona internet necesita explicaciones profundas y suficientes para ser comprendida.

En ese contexto, la educación y los profesores que la ejercen son figuras clave en nuestra sociedad. Son ellos los que descifran los retos más complejos, los que establecen los cimientos más sólidos para construir sobre ellos a grandes ingenieros, abogados, farmacéuticos o deportistas. Llevan haciéndolo desde el comienzo de los tiempos y deben seguir haciéndolo hasta el apocalipsis de la nueva era.

Pero los tiempos han cambiado. Antes, memorizar conceptos en bruto, sin mayor análisis que la pura repetición de las palabras que comprendían el texto, era lógico desde el punto de vista pedagógico: es fundamental que los estudiantes recuerden X o Y dato porque si no lo hacen será difícil que tengan acceso a él.

Más allá de los beneficios o no de memorizar, la pura realidad es que en este mundo, en el que con teclear una frase en Google podemos obtener decenas de miles de referencias sobre el concepto que queramos, parece que hacer perder el tiempo a los alumnos recordando datos espurios no es lo más productivo para su educación. Y precisamente por eso, el desarrollo de habilidades prácticas a través de actividades que requieran que utilicen, procesen y comprendan la información que antes memorizaban debería ser un paso obligatorio en las teorías pedagógicas contemporáneas.

Entendiendo que todo lo anterior es lógico, me parece increíblemente sorprendente que hasta la fecha las Administraciones públicas no hayan encontrado tiempo para adaptar la educación a los nuevos tiempos. Para disponer de un sistema de enseñanza online a la altura de las circunstancias, con vídeos de explicaciones de profesores, plataformas de actividades, dotación de material para familias en entornos desfavorecidos y actividades que estimulen el aprendizaje de los alumnos.

Que en pleno siglo XXI haya un debate extenso sobre que los alumnos han perdido medio año escolar porque no han podido acudir presencialmente a su centro educativo es, sencillamente, surrealista. Que haya aplicaciones para hablar con amigos, para ligar, para hacer deporte o para comprar ropa y no para educar, en un mundo con pleno acceso a todo tipo de información, es simplemente indignante.

Por eso, además de reconstruir el trozo que quede de España, este reto debe ser esencial no ya para el futuro que nos espera en pandemia, sino para el futuro que nos espera como nación.

Si no actuamos, y no parece que lo vayamos a hacer, volveremos a estar a la cola. Otra vez. Y esta vez, quizás ya sin remedio.