Un verano en el que ha muerto Morricone no puede ser bueno. Este debió ser el verano en el que vencimos al virus ( Pedro dixit) pero se ha convertido en la antesala de un nuevo confinamiento. El virus no ha sido vencido, ni mucho menos. Nos hicieron creer, los mismos que en marzo renunciaban a la realidad, que lo peor ya había pasado. Ahora hemos sustituido la verdad por la inacción. El país se ha convertido en un sálvese quien pueda entre Comunidades Autónomas, Ayuntamientos desbordados y un Consejo de Ministros que calcula la intensidad de sus bronceados mientras ignora el número de muertos reales que deja la pandemia. Como para no mirarse al espejo cada mañana.

La sociedad está exhausta de política cruda. De tácticas de guerra dialéctica y de leyes arbitrarias. Familias que no han podido enterrar a sus seres queridos con dignidad pero que al salir del velatorio observaban incrédulos el bar de copas de la esquina, lleno a reventar. Escuelas cerradas a la par que miles de aficionados se juntaban para despedir a su equipo de fútbol. Oficinas de atención ciudadana cerradas mientras las plazas de toros rebosaban de verónicas sin mascarilla. Situaciones difíciles de entender. 120 diputados aplaudiendo a rabiar al líder supremo, codo con codo, y fiestas de Nuevas Generaciones en discotecas, con su correspondiente PCR interruptus. Todo lo relacionado con este verano ha desprendido un ácido amargor en la boca del ciudadano. Una reputación, la de este país de aeropuertos llenos y sin controles, de trabajadores muertos por golpes de calor y abandonados en la puerta de un hospital, difícil de sostener en un aplauso ministerial, con las peores cifras de paro y las previsiones más funestas.

Porque los políticos han demostrado, una vez más, estar al margen de la realidad. Espacio, por desgracia, en el que vivimos los demás. El Gobierno central se ha desentendido de los problema. «Hemos vencido al virus», proclamaba Pedro Sánchez Eisenhaouer a finales de junio, en la esperanza de que las tropas alemanas desembarcaran en las costas mediterráneas al ritmo de mojitos y billetes de cincuenta euros. Y los Gobiernos Autonómicos, sobrepasados, no han sabido actuar ante un aluvión de problemas concatenados. Pequeñas taifas gobernadas por aspirantes a sueldos vitalicios que deseaban el caramelo del poder hasta que lo han saboreado. Tal vez, lo más honesto sea entender de una vez por todas que la España de las Autonomías sirve para abrir un museo etnográfico de bailes regionales y promocionar la gastronomía de cada región, pero no para gestionar la sanidad y la educación.

Y al igual que el lector de Crónica de una muerte anunciada sabe desde la primera línea que a Santiago Nassar lo van a matar, todos nosotros conocíamos de antemano, desde el lejano mes de marzo, que algún día llegaría el 1 de septiembre y la vuelta a clase. En la recta final del libro, algún lector aún pueda albergar la esperanza de evitar el asesinato. Estos días, Sánchez garantizaba que todos los alumnos de España tendrían una vuelta al colegio segura. Pero, citando de nuevo a Márquez, el ciudadano no tiene quien le escriba. La realidad es que los centros educativos aún carecen de un plan efectivo, porque la realidad es muy difícil de compatibilizar con la imagen política.

Pero es el país que se va perfilando. Desde abril los políticos se jactaban de tener elaborados protocolos para que los bares de nuestra ancha España pudieran abrir sin riesgos. Seis meses después, la educación sigue faltando a su cita. A este paso, a los colegios de España les sucederá lo mismo que al ministro de Universidad: nadie sabe quién sostiene la cartera, qué hace, para qué está y para cuánto tiempo ha venido.

Dicen que no nos merecemos los políticos que tenemos. Yo no tengo tan buen concepto de mí mismo ni de la sociedad en la que vivo. Creo que están hechos a la medida de nuestros valores y aspiraciones. En el verano que murió Morricone también aprendimos que hemos fallado como país y como sociedad. Pero a estas alturas eso ya de igual. Se acabó la fiesta. Que comience el circo.