Agosto se inició con el aplazamiento del concierto de Los Secretos, al que hace unos días asistí con Mari Carmen Bernal (mi ‘Mari de los Bolos’), tras una provechosa visita fotográfica a Villena, donde nos sorprendió el atardecer. Al final hubo que apresurarse para no llegar tarde al muelle del puerto de Alicante, pues perdimos la noción del tiempo asediando con los móviles el fotogénico castillo villenense, y por una noche volvimos a nuestros quince años, con la complicidad de una amistad que se prolonga desde el día de octubre del 83 en que apareció en mi casa preguntando si me iba con ella al instituto de Santomera.

Gracias a la celebración del 50 Aniversario del hoy denominado IES Poeta Julián Andúgar reanudé en 2014 el contacto con muchos de aquellos jóvenes de la promoción del 82, la del naranjito, a la que me incorporé con un año de retraso, y donde encontré profesores y compañeros estupendos. Entre los primeros, Ángela Sánchez-Lafuente y Félix Sánchez (con quienes volví a encontrarme en la Universidad), sembraron e hicieron germinar la semilla de los clásicos, junto a Alfonso Rodríguez, jefe de Estudios entonces, que nos ganó para el griego a Ana Ibáñez y a mí, en un grupito de media docena de féminas donde brillaba como rara avis Juan Lozano, nuestro Juanico. Alfonso cautivaba con su atractivo personal y su simpatía y sus clases estaban salpicadas de palabras en distintos idiomas que lo presentaban a nuestros admirados ojos como un auténtico políglota, por no hablar de su dominio de la Literatura universal: con él supe de la magdalena de Proust y se afianzó mi incondicional amor por Homero.

A esos años remonta mi amistad con Santi Rodríguez (testigo de mi boda, como yo lo fui más tarde de la suya, así como del nacimiento de Juan Salvador, su primer hijo) y con María Antonia Montalbán, nuestra profesora de Literatura, mater et magistra. Las tres conformamos el ‘Trío de Letras’. Nuestras reuniones siempre nos saben a poco, y en un totum revolutum de literatura y vida ratificamos la consistencia de los lazos invisibles que nos unen.

Al comenzar el mes no creí probable que tocase a su fin sin que la mayoría de los ciudadanos nos viésemos otra vez enclaustrados. Mis vaticinios eran pesimistas, y me alegro de haber podido disfrutar de la compañía de muchos de mis amigos con las debidas precauciones en un verano sin fiestas y con una limitación de contactos aconsejada por las autoridades y la prudencia. También he gozado del mar, con más intensidad que nunca, en cada ocasión que se me ha presentado o he propiciado: he viajado por fin a Formentera, y desde Cala de Calnegre a la Carolina me he sumergido en Baño de las Mujeres, Cala Blanca o la Playa de los Cocedores, mis preferidas, con incursión en la provincia de Alicante (La Zenia y Mil Palmeras) y Almería (Cala Panizo, con su singular arena de pequeñas piedrecitas tan semejantes al maíz).

Uno de los momentos culminantes fue la cena en San Juan de Terreros con mi hermana Ana en nuestra escapada a Calarreona. Auténtica reconciliación con la vida con retorno a la infancia y muchísimas risas que no han de ser sino augurio de que pronto llegarán tiempos mejores que harán que los que hemos vivido sean solo un mal sueño. Nuestro padre, que nos enseñó a amar el mar, sigue con nosotras después de un período crítico que de nuevo ha superado, y eso sin duda merece un brindis. Eso y nuestros secretos. Confidencias de hermanas a la orilla del Mar Mediterráneo.