Antes, los golpes de Estado eran como Dios manda: el Ejército tomaba el poder, suprimía el pluralismo y fusilaba a gente. Los ricos y una parte de las clases medidas brindaban con champán y a otra cosa, mariposa. Y aunque hay gente que quiere mantener las tradiciones, como nuestra extrema derecha, que desde abril no para de pedir una intervención de los militares contra el ‘Gobierno criminal e ilegítimo’, lo cierto es que las asonadas cuarteleras ya no se llevan. Más que nada porque lo ponen todo perdido de sangre y los organismos internacionales en los que estamos, como la UE, lo mismo se cabrean y nos montan un boicot económico y vete tú a saber qué más. Y luego está la Justicia internacional, que igual termina empurando a los patriotas que han tenido el valor para hacer lo que había que hacer. Demasiados riesgos.

Por eso ahora las cosas se hacen de manera diferente. Lo vimos en Brasil, donde Lula, el político más popular del país, fue víctima de un ‘afinamiento’ judicial que le impidió presentarse a las elecciones de 2018, en las que era el claro favorito. El veto a Lula catapultó a Bolsonaro al poder, conocido defensor de los derechos humanos, de la salud de su gente y del medio ambiente.

Y, siguiendo esa estela, en la España de hoy a la patria no se la salva matando a los rojos, sino lanzándoles atestados policiales y autos judiciales que, aunque no presenten una mínima consistencia jurídica y, en no pocas ocasiones, desafíen el sentido común, están guiados por la mejor de las intenciones: echar a la izquierda del Gobierno rompiendo una coalición ilegítima, encarnación de la antiEspaña.

Si en el desempeño de esta misión se cometen torpezas y se incurre en flagrantes incongruencias, no importa, dada la naturaleza intrínsecamente redentora de lo que es una Cruzada por la civilización. Así, carece de importancia que, para criminalizar al 8M, se redactara un informe policial lleno de bulos que pocos menos que atribuía al feminismo madrileño el origen de la pandemia. Es absolutamente irrelevante que un juez haya imputado a Podemos a partir de una denuncia fundada en pruebas tan sólidas e irrefutables como son los rumores. O que un fiscal vea indicios de delitos en las cuentas electorales de la organización morada porque la empresa con la que suscribió un contrato de consultoría se había creado quince días antes de la formalización del mismo.

En otro orden de cosas, no cabe acomplejarse por el hecho de que un vicepresidente y una ministra, sufran, junto a sus hijos, un acoso ilegal durante meses, así como una restricción a su libertad de movimientos, bajo la cobertura de la Justicia y la indiferencia de la Policía. Tampoco hay que rasgarse las vestiduras porque un concejal de IU Lorca sea apaleado, ante la pasividad de las fuerzas del orden, por defender a unos inmigrantes de una agresión racista. Que el país parezca una república (con perdón) bananera donde el facherío patrio campa por sus respetos y las asociaciones policiales ultras difunden sus mensajes contra el Estado de Derecho con total impunidad, es el precio que hay que pagar para conseguir el supremo objetivo: desalojar del poder a los narcobolivarianos que ahora lo detentan. Y no se parará hasta que el Coletas se vaya de España. Lo cual es mucho más humano y tolerante, hay que admitirlo, que pegarle dos tiros y dejarlo en una cuneta, que era la forma en la que antaño se expresaba la gallardía de la soldadesca.

En este emprendimiento por la libertad no está sola la ciudadanía más excitada ideológicamente, aquélla que ha hecho del odio a los enemigos de España la bandera que iza imperturbable, sino que también hay personas más templadas que, parafraseando al ínclito Aznar, no andan en desiertos remotos ni en montañas lejanas, sino que están firmemente ancladas en las instituciones, incluso en las laderas del Gobierno. Y es que toda la gente de orden de este país, sea facha o ‘centrista’, quiere lo mismo: que no permanezca en el Gobierno ni un minuto más quien cuestiona nuestra ejemplar monarquía, pretende que se derogue la reforma laboral para que la clase trabajadora tenga más poder de negociación, aspira a que los ricos paguen impuestos, quiere subir el salario mínimo hasta el disparate de los 1100 euros (como si los pobres no pudieran vivir con menos), defiende lo público y su reforzamiento hasta el paroxismo y, en el colmo del dislate, tiene la perversa intención de que la ordenación territorial de España tenga en cuenta las naciones que dentro de ella conviven.

Todas estas delirantes pretensiones bien merecen un movimiento de corrección, es decir, lo que antes era un pronunciamiento militar y ahora es una escalada de provocación combinada con una guerra jurídica (lawfare). Por España.