Debía terminar los artículos de verano con un subidón de alegría por haber compartido estas semanas dejándome ver por aquí; es de ley, después de como me han tratado en el periódico y sobre todo las opiniones y felicitaciones de muchas personas a las que estimo. Pero hoy me siento un poco huérfana, privilegio es contar y tener grandes amigas, y yo las tengo. Hoy Claire se marcha, vuelve a su país, Inglaterra. Y es porque seguramente éste no la ha tratado todo lo bien que ella se merece. Ha vivido, doy fe, grandes experiencias, pero no siempre es cómo nos lo cuentan. Aria, antes ‘europea’, formada en la docencia, políglota... Pero no, nunca es sencillo. Pienso en otros muchos que llegan con la esperanza tal vez de un futuro mejor y se le niega.

¿Qué hace falta para que cualquier ser humano decida un día dejarlo todo atrás y cambiar de país? El amor, un trabajo mejor, vivir en un lugar con días soleados... Ohhh, qué bucólico todo. Pero, ¿y cuando esa gente viene porque tiene que dejar atrás el sitio donde ha nacido por razones menos idealistas? Una guerra, no tener derechos, la inexistencia de una sanidad, no disponer de acceso a una educación digna, ni siquiera básica. ¿Quiénes somos para rechazar, criticar o sentenciar al que viene buscando dignidad? ¿por qué nos creemos mejor que otro simplemente por su lugar de procedencia, por su color de piel? No lo tenemos, no tenemos ese derecho.

El que es bueno, lo es independientemente de esas circunstancias, y el que no lo es, jamás tendrá cabida en alguna sociedad de bien. Por eso creo que es misión de todos tender lazos, dejar crecer al individuo con independencia de su origen o sus rasgos físicos. Pero no nos lo ponen fácil, jamás había visto tanto odio y resentimiento como estos últimos años de seres humanos contra seres humanos. Y eso, estoy segurísima de que no es bueno para nadie. Ya nadie se corta un pelo para hacer público su odio hacia quien le parece una persona de segunda; exhibimos el odio con absoluta impunidad. Y la culpa no es de quien deja todo atrás y sale a buscar un futuro mejor para sus hijos. La culpa, como casi siempre, es de quien le niega esa opción.

Escribo esta columna desde la habitación de un hotel donde todas las señoras de la limpieza son de países del Este, donde los trabajadores del campo e invernaderos por los que he pasado hasta llegar aquí son de países africanos, los dos restaurantes que he visitado están regentados por italianos, los 24h donde he comprado la prensa pertenecen a orientales. ¿No reside ahí la riqueza? ¿Por qué el alemán que alquila su catamarán en el puerto es respetado y venerado pero el pakistaní que vende fruta lo es menos? Definitivamente no lo sé, y me alegra ser de ese grupo de personas que no quiere saberlo, porque pensamos que la igualdad es el estandarte más valioso que poseemos. Y así quiero seguir, ni más buena ni mejor. Simplemente respetuosa con quien demuestre serlo también.