Cuando dejó de ser niña desparecieron los dragones. Hasta entonces esas criaturas legendarias habían poblado sus sueños, jugado con su imaginación y formado parte de todas las aventuras que tenía por delante. Con vehemencia fue capaz de defender su existencia cuando en clase de Naturales alguien había osado dudar de que algún día poblaron la tierra. Más tarde supo que dos tradiciones culturales tan distantes como la europea y la asiática, en momentos distintos, recogían señales de su presencia en la mente humana. Dragones europeos y dragones orientales, ni más ni menos.

El origen de esos seres parecía estar en el poder fascinante e hipnótico de la mirada de la serpiente. Los hombres y mujeres ya se encargaron, posteriormente, de completarlos con nuevos atributos y poderes sobrenaturales o, al menos, descomunales, como lanzar fuego por boca, recorrer grandes distancias merced a sus vuelos y enfrentarse en desiguales batallas a caballeros en busca de damiselas a las que seducir. Pero esa niña creció, se hizo mayor, y en vez de lamentarse prefirió dedicarse a una tarea que le permitiera continuar con sus creencias: construir dragones.

Constructora de dragones acabó siendo el oficio que daría sentido a su vida. Un sueño hecho realidad frente a todo y todos los que hasta entonces la habían tachado de loca e ingenua.

Así imagino yo ahora a Cayetana Álvarez de Toledo. Defenestrada en los incipientes caminos de su batalla ideológica contra la izquierda, verso libre (o no tanto), amada u odiada por igual entre los suyos y los no tan cercanos. Resulta curioso que haya sido loada por Mario Vargas Llosa y criticada por otros, en teoría cercanos a sus postulados, como Alfonso Galindo y Enrique Ujaldón, aludiendo a Max Weber, el sociólogo alemán que diferenció muy claramente la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad.

Dimensiones que deben estar representadas en quienes dirigen partidos democráticos. Mientras que el Nobel defiende la necesaria convivencia de ambas dimensiones para evitar «que los partidos se llenen de oportunistas corrompidos o condenarse a ser sólo un grupo de presión alejado de la masa ciudadana», los filósofos murcianos colocan a la ex portavoz del PP en el Congreso como modelo de quien sigue exclusivamente una ética de convicciones convertido en «un profeta iluminado e inflexible, imbuido de principios e incapaz de soportar la irracionalidad del mundo». Feminicen esas consideraciones y ahí tendrán a la marquesa de Casa Fuerte.

Confieso que estas últimas semanas le he cogido cariño a Cayetana. Sí, sí, no se sorprendan. Siempre es agradecer alguien que se sale del discurso políticamente correcto, mostrando con pelos y señales sus convicciones. Y no me digan que no coinciden con alguien que afirma que, como portavoz de un partido político, quiere tratar a los españoles como adultos. O que un líder «que acepta e, incluso, que alienta la libertad de su entorno y de sus subordinados es un líder que se sabe fuerte». Yo quiero uno así, en la política, en el trabajo, en la vida. Vale, acepto que no estemos acostumbrados a ver en los partidos a alguien que se salga del discurso correcto, y menos de quien habla en nombre de un grupo parlamentario, pero no me negarán que ya va siendo hora de que sus estructuras y direcciones dejen de ser monolíticas, silentes y calienta sillones.

No les oculto que entiendo lo que ha manifestado Cayetana estos días, tras haber participado en la dirección de un partido y colaborado con muchos de sus dirigentes. Con los dedos de una sola mano tenemos ejemplos de quienes se la han jugado con sus renuncias al no creer en lo que se estaba defendiendo. A Pedro Sánchez se le podrá acusar de muchas cosas, pero de oportunista (como hace la derecha) no creo que se ajuste a la realidad. O al menos de alguien que fue capaz de dimitir y renacer de las cenizas como el Ave Fénix. En ese camino fueron muy pocas las voces que, en el Congreso, sin ir más lejos, le siguieron. Se la jugaron, porque la ética de las convicciones primó sobre la de la responsabilidad. Como le ha pasado a Cayetana, aunque sus creencias estén en las antípodas políticas.

Por eso, lo que ahora le toca (nos toca), sin ir más lejos, es construir dragones.