Ahora que vuelven a clase, un gran número de niños irán a colegios supuestamente bilingües, privados o públicos, lo que teóricamente les proporcionará el dominio de la imprescindible herramienta de comunicación universal: el inglés. Y digo 'supuestamente' y 'teóricamente' porque en realidad pocos de ellos alcanzarán realmente la expectativa prometida. Y no será culpa de ellos, ni de sus padres que con tanta ilusión y esfuerzo económico en algunos casos los envían al cole para que consigan lo que a ellos les resultó imposible, ni siquiera de los políticos, y mucho menos de los que les dan clase.

La verdad es que aprender realmente inglés es un empeño muy complicado para los españolitos de toda clase y condición. Un empeño que conduce a gran parte de nuestra población a la frustración y la melancolía de por vida, con cada inicio de curso y cada comienzo de años haciendo propósitos renovados que en unas cuantas semanas son papel mojado. Lo único que nos queda, en definitiva, es soñar con que nuestros hijos superen la prueba en la que nosotros hemos fracasado repetidamente.

A propósito de esto, me viene a la memoria una lectura de hace años en una revista profesional británica, que decía algo así como «si usted encuentra un español que realmente hable inglés, póngalo en el museo de Pedro Chicote». Por lo visto, para este inglés que se mofaba del desconocimiento de su idioma por parte de los españoles (y se refería a profesionales de la publicidad trabajando en delegaciones de agencias multinacionales en la capital de España) el museo de Pedro Chicote le parecería un marco expositivo de lo más exótico.

Lo que delata esa afirmación en realidad es una típico prejuicio del británico de a pie, uno entre otros muchos prejuicios: que se consideran superiores porque dominan su idioma materno, lo cual bien visto no tiene ningún mérito, dado que hasta el más primitivo habitante en taparrabos de la más aislada tribu del Amazonas domina a la perfección el lenguaje que ha aprendido de sus padres. De hecho, el porcentaje de británicos (y para el caso de todos los países que tienen el inglés como lengua materna) que domina realmente una segunda lengua es ridículo. Admitamos que no les resulta fácil.

Hace poco leí un post de un viajero británico que dominaba perfectamente alemán y español, quejándose amargamente de que no podía practicar estos idiomas con sus interlocutores sudamericanos y alemanes respectivamente porque todos se empeñaban en hablarle en inglés, con el objetivo confeso de mejorar su dominio de este lenguaje devenido en coiné universal.

Por ese monolingüismo endémico, la revista The Economist criticaba furibundamente a los angloparlantes, calificándoles de incultos y estúpidos. Estúpidos porque lo que ellos consideran una ventaja (dominar el idioma común de la industria y los negocios) resulta que es un hándicap. Todo el mundo habla inglés (menos los españoles, por supuesto) mientras que ellos no hablan ningún otro idioma. Eso supone que en cualquier reunión con interlocutores extranjeros, éstos pueden utilizar su idioma para entenderse entre ellos en la confianza de que los angloparlantes no entenderán una papa de lo que digan. Lo que no ocurre en el supuesto contrario: todo el mundo se entera de lo que los ingleses hablan entre sí.

El problema de fondo es que aprender un idioma realmente diferente del nuestro se vuelve muy complicado con los años, tornándose casi imposible en la edad adulta. La máxima capacidad de asimilar la fonética diferencial de una lengua se da en los primeros meses de vida en un entorno familiar, una capacidad que se va perdiendo aceleradamente con los años.

Y lo de la gramática es aún más complicado. En su magnífico libro El instinto del lenguaje: Cómo la mente crea el lenguaje, Steven Pinker describe el proceso por el cual el cerebro humano desarrolla la capacidad para elaborar infinitas combinaciones de palabras siguiendo estrictas reglas gramaticales que nadie le ha enseñado expresamente. Pinker compara el aprendizaje de las reglas gramaticales al instinto con el que nacen las arañas para hacer tejer sus telarañas o al desarrollo instintivo del vuelo por parte de los pájaros. En todos los casos, la presencia necesaria de un tutor en forma de adultos maternales o paternales parecería indicar que se trata de una habilidad aprendida, pero es una deducción errónea. Todo parece depender de una especie de sistema operativo que se activa en una parte de nuestro cerebro (o más bien en varias partes según lo descubierto por la ciencia neurológica) y que tiene su epifanía en el desarrollo lingüístico del niño entre los tres y cuatro años.

Que el lenguaje necesita de un entorno de aprendizaje está demostrado por los múltiples casos de niños que se han criado sin el acompañamiento de seres humanos (o criados por padres sordomudos que desconocían el lenguaje de signos, en un caso bien documentado) y que no han desarrollado ni siquiera una forma elemental de comunicación verbal. Por otra parte, todos los seres humanos (por muy pobre e inculto que sea su entorno familiar y social) acaban dominando sin dificultad al menos el idioma materno. Lo que es común a una especie, no puede ser obra de una superestructura cultural. Tiene que ser completamente natural e instintivo.

Así pues, dominar realmente un idioma, y uno tan fonética y gramaticalmente distinto del nuestro como el inglés, requiere una inmersión en un entorno de angloparlantes desde el nacimiento, cosa que no se da simplemente asistiendo a un colegio bilingüe al uso. Eso es lo natural. A partir de ahí todo requiere esfuerzo. Esa es la mala noticia. La buena es que cuanto más nos esforcemos, más cerca estaremos de conseguirlo.

Yo, que soy un boomer nacido al filo de la década de los sesenta, estudié francés en el colegio, idioma que llegué a dominar casi completamente con solo la ayuda del aprendizaje escolar, como tantos otros compañeros. Por otra parte, también en edad escolar, comencé a recibir clases particulares de inglés, iniciando un viaje hasta ahora inacabado de familiarización con este idioma. La verdad es que el esfuerzo ímprobo de aprender inglés en la edad adulta me ha proporcionado enormes ganancias personales en forma de adquisición de información y conocimientos.

El 80% de lo que leo y lo que veo diariamente en televisión y online está en el lenguaje de Shakespeare, aunque sea con subtítulos en el caso de películas y series. Aún así, no me atrevo a mantener una conversación relajada con una cajera del Tesco o un revisor del tren de cercanía en Londres que no vaya más allá del cruce de unos cuantos monosílabos. Y no porque no me esfuerce. De hecho sigo recibiendo clases particulares de inglés cada semana con Aaron, un ameno y pedagógico profesor online que localicé a través de Preply, una de las plataformas que ofrecen profesores de casi cualquier idioma por este canal. Y es que tras tantos años de esfuerzo, aún aspiro a ser colocado como una rareza en el museo, por qué no, del ilustre Pedro Chicote.