En poco de silencio, por favor. Ruego a las personas que vaya llamando que se dirijan a recoger el correo a la puerta rojo cereza picota. Empiezo: Rosario Moreno Fernández. Tía Meri. Pilar García Sarvise. Yaya de Elvira Sistac. Las mamás de Santi Ballús Lludrigas, Raquel Medina de Vargas y Nuria Jaumot Tobella. Familiares de Alfredo Bardají y de Núria Martínez. Abran la puerta y pasen.

Cruzó el umbral y dudó, pero la curiosidad la venció. Aún estaba en el aire cuando supo que ese cuerpo recién estrenado de niña iba a tomar tierra como una pluma. Y las margaritas eran río, arena o hierba. Su cabello, también rojo picota, largo, larguísimo, se trenzaba con el viento. Corrió por el barrio de la imprenta, atravesó la plaza del reencuentro y siguió hacia un mar pintado por Sorolla. El sol tenía ganas de acariciar su piel. Ella solo se detuvo un segundo, hasta que descubrió la pasarela de un barco.

Los graznidos de las gaviotas la despidieron cuando ya entraba mar adentro. Los delfines le dieron la bienvenida. Hasta la avioneta de los 25 la saludó con un par de tirabuzones. Y la niña reía. Una risa grandota y torpona, de tan atropellada que salía. Recorrió todas las estancias del galeón. No había nadie al timón, pero no le sorprendió. Se subió encima de un baúl y divisó un banco de peces multicolores que se aproximaba.

Corrió a proa y descubrió que no eran sardinas ni salmonetes ni jureles. Una marea de botellas cruzaba el océano. Eligió la de color cereza picota. En su interior, un mensaje escrito con tinta iridiscente.

Naufragué un día que ya no recuerdo. De todo el barco mercante, solo yo me salvé. Yo, y un cargamento de botellas que un maestro soplador de vidrio había preparado para un artista loco. Me alimento de pescado, fruta, leche de coco y soledad. Soy la única habitante de esta isla con forma de estrella. Cada día la recorro varias veces. También cada día escribo un cuento y lo envío en una botella. Solo me quedan 15 ampollas. Cuando se acaben, me quedaré sin palabras. El fin. El cuento de hoy transcurre en un pueblo tranquilo:

El panadero fue el primero en saber. Entre amasado y amasado, siempre salía unos minutos a ver el amanecer. Pero esa noche no se rompía.

Esperó un poco. Nada. Solo una oscuridad extraña, de despedida. Necesitó un par de minutos para entender. Más bien para recordar. Siempre había creído que era una leyenda. Corrió a avisar a las cinco casas del pueblo. ¡La nube negra! ¡La nube negra! Provistos de trapos, tablones y mantas, los 15 vecinos corrieron a protegerse en la escuela. Debían tapar todas las rendijas antes de que llegaran. Ni tiempo de llorar había.

¿Cómo podía haberles pasado esto? Los más pequeños no entendían lo que ocurría. El abuelo Tomás se había olvidado de contarles aquel día pretérito en que, siendo niño, un ejército de hormigas voladoras arrasó el pueblo. Solo él se salvó, escondido en una tinaja de barro. Pero no había vasijas en la escuela. Solo pupitres rencos y sillas garabateadas. Durante las primeras horas creyeron salvarse, hasta que un crujido les advirtió. La puerta estaba cediendo. La nube de hormigas estaba a punto de entrar en tromba. Los 15 se miraron angustiados. Con paso tranquilo, el abuelo abrió la ventana trasera, la que se asomaba al acantilado.

La botella se resbaló y se rompió en mil pedazos. Y la niña de cabello rojo ya no supo reír. El cuento le había dejado gusto a metal, que es el sabor de los malos presagios. Tenía que salvar a la náufraga, tenía que hacerlo antes de que la soledad la invadiera. Pero, ¿cómo encontrar esa isla? Miró a un lado, miró a otro. Solo el mar la rodeaba. Recordó el baúl junto al timón y rebuscó entre los instrumentos. Brújula, cuadrante, astrolabio y ¡un mapa! Lo extendió con urgencia, y se desesperó al contemplar ese hueco insolente, del tamaño de un folio, que acababa con su esperanza. Mar, mar, y solo mar. Ni mapa, ni ruta, ni salvamento. Si al menos pudiera enviar ella un mensaje. Recordó la carta de la puerta cereza picota. Quizá podía escribir sobre ella, quizá podía introducirla en una botella, quizá la corriente cambiaba y€

La carta, su carta, encajaba perfectamente en el hueco del mapa. Dibujada en una esquina, una isla en forma de estrella. Apenas tardó un par de horas en divisar el acantilado. Y allí estaba. En lo más alto. Una mujer con una melena tan larga que parecía rozar el mar. La niña supo que llegaba justo a tiempo. Se situó junto a sus pies y se miraron. El viento entrelazó los cabellos de una y otra. Un abrazo.