Es San Agustín. No es que me sepa el santoral, pero siempre voy a recordar ese día porque era feliz en otra época de mi vida. Cuando era adolescente, a estas alturas de agosto llevaba tres meses en la playa, estaba llena de pecas y con un moreno muy nórdico; llegaba el final del verano, pero cada San Agustín subíamos a Mojácar a disfrutar de la verbena en la plaza.

Mojácar es uno de esos lugares con encanto; pueblo blanco de Almería donde creo que he pasado algunos de los momentos más bonitos de mi vida, gracias a mis padres, que algunos años antes se conocieron allí en el pianobar de un inglés, que aún sigue abierto y se llama La Sartén.

Los Candiles, la Tahona, el Neón, el Loro Azul..., garitos en los que nos hemos bebido la vida y bailado hasta el cierre con El Último de la Fila a las seis de la mañana cuando éramos el verano de alguien (Agredano, permíteme que te haya robado la frase).

Todo aquello desapareció y nosotros fuimos creciendo y saliendo de otro modo, pero San Agustín y su verbena siempre han estado ahí. Un día como hoy por la noche depositaba toda mi fe en la orquesta de turno, porque a estas alturas, después de un mes juntos compartiendo con ustedes mis miserias, deben saber que tengo debilidad por las orquestas y verbenas populares.

No crean que me lo bailo todo, porque soy anti Paquito el Chocolatero, Chiquilla y Fiesta Pagana; creo que son canciones que nunca deberían haber existido, llámenme talibana. Por el contrario, no me digan que no han meneado la cadera con «Watanegui consup, lupipati lupipati, Wuli wana wanaga, sopa de caracol, Uh», La Chica Yeyé o Mil campanas, de Alaska. Aunque, ahora que lo pienso, creo que llevo demasiado tiempo sin frecuentar una orquesta y vivo en un repertorio de principios del 2000 al compás del Chacachá del tren del Consorcio... Socorro.

Pero si alguien viene a mi cabeza al pensar en las verbenas de Mojácar es Juanjo, un vitoriano que montó hace años el mejor restaurante, el Arlequino, y nos dejaba en noviembre del año pasado. Le recuerdo bailando con su mujer, mi tocaya y amiga Belén, con el equipo del restaurante, con sus hijas y con Pepe, la figura de un Buda que sacaban a bailar.

Volveremos a bailar en esa plaza por los veranos pasados y los amigos perdidos.