Villa Isabel. «Cosas de mi padre en honor a su mujer, nuestra madre», me escribe Antonio en un whatsapp. Allí me espera, según lo acordado, la familia de Ramón. Leyeron hace unos días una de mis ‘intemperies’ y les emocionó. Recuerdos comunes con una familia a la que no había visto nunca. El teléfono rojo de mi abuela y la libreta donde anotaba los nombres de los pasajeros a Murcia cada semana.

Comenzamos a conversar antes incluso de sentarnos junto a la piscina en la que una libélula roja, la misma que les espera todos los veranos, según Antonio, merodea curiosa. Hablamos de Sabadell y de Murcia, de cómo entre esos dos lugares geográficos ha oscilado nuestra vida. Ellos han seguido viniendo de vacaciones a la casa de campo que construyó su padre. Isabel me muestra una foto en la que aparecen Ramón y Fernando con un grupo de hombres que participaron en su edificación. Hace 17 años, un 8 de agosto, la enfermedad se lo llevó. Ese invierno se helaron los frutales que ocupaban toda la finca. Ninguno de sus cinco hijos ha heredado el amor del padre por su cuidado, de modo que parece providencial. Dice Antonio que su padre seguramente no quería que fueran objeto de disputa entre sus hijos.

Me pregunta si conozco a los Mina. La Antoñica del Mina fue mi suegra, y tuve mucho aprecio, creo que mutuo, a sus hermanos Antonio y Pedrín, que fallecieron demasiado pronto hace demasiados años. Me habla de Juan Antonio, el hijo de Marcelina y Pedrín. No puedo sino sonreír al recordarles, siempre cariñosos y atentos, generosos y comprometidos. Personas de bien. Juan Antonio sigue siendo amigo suyo. Hablamos de su compromiso con el medio ambiente. Recordamos vivencias paralelas de infancia y juventud.

Los viajes interminables desde Sabadell hasta Murcia. La ilusión renovada en cada visita. El saco de zapatos de mi tía Celia aquel memorable verano del 77, en que el autocar de Ramón dejó en la carretera de Alicante a tres mujeres con 12 niños, un montón de maletas y dos carricoches de los más pequeños, Manoli y Paquico, el Apli. Tuvo que ser un espectáculo vernos subir pegados a la tapia del huerto hasta la casa de la abuela Celedonia a toda la ‘jarca’.

Una libélula reposa sospechosamente inmóvil sobre la superficie de la piscina, y Antonio intenta un rescate. Al poco, tres libélulas vuelven a acompañarnos. Probablemente la semiahogada ha resucitado. Dos rojas inician un baile hipnótico y dan vueltas velozmente alrededor de la piscina, como si celebraran su recuperación. Se une a la charla Alicia, pareja de Antonio. Ella es maestra. Hablamos de lo complicado que se presenta el inicio de curso. Y surgen en la conversación el griego y el latín, las lenguas clásicas en las que me formé y de las que vivo, la permanente amenaza de su supervivencia, y Pérez Reverte y su defensa a ultranza de la formación grecolatina. Dice Antonio que lo sigue, en zendalibros y en su columna de opinión, y que le encanta. Es él quien alude a uno de sus últimos artículos y conviene en la necesidad de que se mantengan unas lenguas que, aunque llama ‘muertas’, sustentan nuestra Cultura.

Me voy de allí con la impresión de haberme encontrado con una parte de mi pasado, y con una receta nueva que incorporaré en adelante a mi repertorio culinario: fideos a la cazuela al estilo de Isabel. Me ha encantado conocer a una mujer amable, educada, sencilla y elegante, que conoció a mis abuelos. Ayer cumplió 81 años. Ojalá cumpla muchos más.