De la ley a la ley, pasando por la ley, fue la solución de Torcuato Fernández Miranda para desmantelar la dictadura y alcanzar la democracia. Era una idea original que finiquitaba el franquismo sin violentar la ley mediante una reforma en el núcleo de las leyes fundamentales que gobernaban un reino sin rey y sin constitución. La Ley para la Reforma Política aprobó la disolución de las Cortes franquistas y la convocatoria a Cortes constituyentes. En este proceso, la participación del rey Juan Carlos era clave de bóveda, pues representaba la legitimidad del viejo régimen y, mediante un giro copernicano, el punto de partida del nuevo.

El camino elegido fue ejemplar desde el punto de vista jurídico, pero no lo fue menos desde el político, con la legalización de los partidos de izquierdas, pues las elecciones no habrían sido verdaderamente democráticas sin la presencia de socialistas y comunistas. No digamos del éxito social, pues una sociedad formada en un modelo totalitario se transformó en ciudadanía democrática en unos pocos años, con una crisis económica mundial tras un periodo de bonanza económica extraordinario, que fue tan poco atribuible al régimen anterior como la crisis del petróleo lo fue al nuevo.

El general desconocimiento de este periodo de la Historia de España no es exclusivo de las nuevas generaciones, que a obvias razones cronológicas suman una nula formación jurídica y un deficiente conocimiento de la historia reciente. Quienes vivieron aquel periodo, en general tampoco ahondan más allá de su visión subjetiva, generalmente insuficiente sin un método de análisis e imprecisa en el recuerdo.

Cuando las fronteras geográficas reducen nuestro mundo a la nación o al pueblo que habitamos, aceptamos una nueva forma de confinamiento más poderoso que el fisico, el mental. Por ello, frente al atrincheramiento ideológico de ciertos grupos, merece la pena el esfuerzo de contención de la desmemoria colectiva. La Transición, superando las fronteras patrias, se convirtió en referente político internacional y situó a España en una posición protagonista en los foros internacionales. La labor del rey Juan Carlos y de los primeros presidentes del Gobierno fue fundamental en esta tarea, culminada con el ingreso en la CEE.

El cambio de régimen político es generalmente un proceso traumático, pero hacerlo sin violencia es un ejercicio de conciencia ciudadana. Recuerdo cuando estudiaba Secundaria, escuchar los negros augurios de un inminente golpe de Estado, vaticinados por nostálgicos del pasado y temerosos de las libertades. En aquella sociedad de finales de los setenta, el poder del Ejército era manifiesto, no en vano, el Servicio Militar Obligatorio era una socialización impuesta a golpe de galones. El 23F marcó un punto de inflexión y el ingreso en la OTAN, el no retorno. Las Fuerzas Armadas se vieron a partir de entonces en una estructura supranacional en la que perdían toda su preeminencia. Ya no podían ser salvadoras de la patria y debieron transformase en garantes del orden constitucional, eminentemente civil, y sus objetivos militares pasaron a ser los de una colectividad de países con nexos y obligaciones contractuales comunes, nunca más la conciencia política de un pueblo sometido.

Pablo Iglesias parece despreciar aquel proceso como si fuera un error del pasado. Sus conocimientos jurídicos y políticos deberían ser suficientes para suplir las vivencias que por edad no tuvo, pero su desdén parece consciente y deliberado. Su formación es de las más completas entre los líderes políticos actuales. Une a ella unas dotes oratorias y retóricas por encima de sus rivales directos. Pero está tan pagado de sí mismo que es inmune a la moderación. La Transición no resolvió los problemas irresolubles y al cabo del tiempo hemos constatado que algunas soluciones eran manifiestamente mejorables, pero en el año 78 el consenso constitucional obligó a renunciar a algunos postulados partidistas en pro de acuerdos, unos de mínimos y otros simplemente contractuales. Algo perfectamente plausible en la técnica de las obligaciones y contratos desde el tiempo de los romanos: do ut des, doy para que me des. Para España fue un salto cualitativo, el fin de un ostracismo autoimpuesto que se remonta al Concilio de Trento.

A propósito de los escándalos del rey emérito, se divulga la consigna de disparar contra la monarquía como ejercicio cinegético. Sorprende la tergiversación semántica: no hay fuga ni huida sin proceso ni acusación. Tal vez olvidan que la verdadera fuga fue la de Puigdemont, tanto más cobarde por cuanto dejó abandonados a sus compañeros de gobierno, complicando sin duda su libertad provisional antes del juicio.

Unidas Podemos tiene obligaciones como coalición de Gobierno de un país que consagra constitucionalmente la monarquía parlamentaria. Pero si además quiere ganar en credibilidad política, justo cuando le llueven chuzos de punta, debería guardar una compostura en consonancia con las responsabilidades asumidas, pues está en juego un marchamo democrático que le niega gran parte del electorado, anclada en un miedo atávico a todo lo que suene a comunismo. Baltasar Gracián aconseja en política el arte de la prudencia, una virtud escasa en tiempos de radicalización de los líderes que se contagia al electorado.

Más allá de la legalidad está la legitimidad, que en definitiva es un consenso social y moral. El rey Juan Carlos la tenía, porque se la ganó sobradamente. Sus turbios negocios son, más allá de su legalidad, moralmente reprobables, y ello le ha hecho perder el respeto popular que tenía ganado meritoriamente, pero antes de infectar a la dinastía, traspasó la corona a su hijo, que tiene nuevas maneras y camino por recorrer.

Las aventuras republicanas están muy lejos de tener un consenso generalizado del pueblo. Un partido de convicciones democráticas debería considerar las amenazas involucionistas, en franco proceso expansivo, o las justas reivindicaciones laborales y sociales de las clases desfavorecidas, dentro de las cuales podemos integrar a un amplio espectro de la clase media del país. En la técnica del doy para recibir, algunos líderes debieran entender que la concordia es un valor apreciable para el electorado. Con tanto por hacer por el bien de la res publica, precipitarse a una república imposible más que prudente, resulta insensato; el mejor camino para llegar a ninguna parte.