Leí el otro día en El País un artículo sobre los disidentes en los partidos políticos. Las voces discordantes mediáticas que le encantan a los medios de comunicación en cuanto huelen sangre: los Toni Roldán de la vida que por frustración personal con sus aspiraciones prefieren hundir al partido que les ha dado todo a cambio de cinco minutos en prime-time.

Las formaciones políticas no pueden, ni deben, aspirar a ser sectas. La única vía para llegar al poder en España, mucho más en un contexto de multipartidismo como el que hay ahora, es a través de ensanchar su base: por mucho o poco que nos guste Feijóo (a mí nada), o por mucho o poco que nos guste Cayetana (a mí mucho), un partido como el PP no puede permitirse prescindir de uno y otro perfil si aspira a ser mayoritario.

Pero disidentes hay muchos, y formas de disidencia también. Los hay que entienden cuál debe ser su rol y papel, que no es otro que aprovechar su influencia interna para, en los órganos competentes para ello, alzar la voz para explicar que el rey está desnudo y el líder infalible a veces se equivoca. Los hay que piden reuniones particulares con los que de verdad mandan, los hay que aprovechan las Juntas Directivas, las reuniones de grupo parlamentario, los grupos de whatsapp o las Biblias telemáticas que empiezan con un «perdona que te moleste, pero para mí la lealtad significa decir lo que pienso».

El problema es que más allá de los disidentes buenos, o mejor dicho, de los disidentes necesarios, hay otro tipo peor que pernicioso: los disidentes cobardes. Son los que en un órgano interno cuando se debaten posicionamientos no piden la palabra ni aunque les vaya la vida en ello. Son los que ante votaciones internas siguen la corriente mayoritaria, son los que en reuniones mandan mensajes a sus confidentes contándoles lo sinvergüenzas que son todos los que le acompañan pero a viva voz son incapaces ni de contradecirles la hora.

Son los que filtran a la prensa cada comentario de cada cónclave, los que utilizan los medios de comunicación como arma de destrucción masiva mientras esperan que la bula papal del trending topic les convierta en influyentes sin haber hecho el más mínimo esfuerzo orgánico. Son los que dentro callan, pero fuera se autodenominan como valientes.

El inmenso problema de los disidentes de los partidos políticos españoles es que, salvo honrosas excepciones, y yo sólo conozco una, todos los demás lo son de este segundo tipo. De los de los ataques de dignidad en público y la sumisión en privado. Los de la crítica destructiva por frustración y la nula capacidad constructiva por cobardía.

El sistema de partidos de nuestro país premia la mediocridad porque la afinidad al líder es un valor casi más importante que la competencia profesional. Por eso, disentir es un acto de valentía... siempre que uno esté dispuesto a asumir el coste de mirar a los ojos a aquel al que le debe todo para recordarle que, más importante que tener razón, es que haya alguien que te la dé.

No es país para valientes.