Entre las muchas dicotomías que conforman el mundo una de ellas es la que distingue entre quienes aprecian y conservan los objetos y quienes los desprecian absolutamente y viven instalados en la cultura del usar y tirar. Naturalmente hay grados, pero yo soy extrema: me sitúo en el primer grupo, así que sentí un gran alivio al leer con fruición el primer 'episodio' de la compilación de escritos de Luis García Montero que bajo el título genérico Una forma de resistencia. Razones para no tirar las cosas (Alfaguara, Madrid 2012) trata acerca de los objetos cotidianos que nos rodean y que «quedan enredados en nuestra propia existencia».

Me agrada coincidir con García Montero y pienso como él que «las cosas son vigilantes del recuerdo». Para los nostálgicos por naturaleza eso lo dice todo, y me trae a la mente la toalla que mi abuela María regaló a su amiga Juana y que setenta años después las hijas de esta devolvieron a mi madre por su propio deseo. Su imagen y su historia formó parte de Vestigia temporis, una de las exposiciones colectivas de fotografía del grupo Fotos con Historias que coordiné durante cinco años junto a Dolores Rubio. He aquí la historia: mi abuela y Juana vivieron su juventud sorteando penurias a base de agua y algo de harina, que se pedían prestada y se prestaban de buen grado, solidarias en la miseria, sin un trapo con el que enjugarse las lágrimas, hasta que un buen día sus caminos se separaron, pues María 'la de la Celedonia' puso rumbo, como tantos otros, a Barcelona, donde esperaba encontrar un futuro más próspero y pan para alimentar a sus hijos. Cuando llegó a Sabadell, a principios de los años 50, lo primero que hizo, una vez consiguió reunir unos pequeños ahorros en la tierra que la acogió y que contribuyó a engrandecer con su trabajo y su esfuerzo, fue enviarle a Juana 'la Borrega' una toalla.

Pasó la vida, con sus penas y alegrías, y casi setenta años más tarde, intuyendo próximo el final de sus días, después de que mi abuela llevase enterrada cerca de veinte años, Juana devolvió a mi madre la preciada toalla, por temor a que sus hijas y nueras la tiraran al no saber valorar lo que para ella sería siempre un tesoro y su vínculo material con la amiga del alma a la que seguía queriendo y recordando.

Esto me lo contó la propia Juana, y yo conservo hoy la toalla, pues creo que los objetos tienen parte del alma de las personas que los poseyeron, o son un recuerdo de momentos singulares, y no puedo deshacerme de ellos sin que me afecte anímicamente.

La fotografía es una buena alternativa, pues permite hacer acopio de porciones de memoria en espacios relativamente reducidos, aunque no es lo mismo una imagen digital que una foto en papel o una diapositiva. Ni es igual cien fotografías que millones de ellas, como me temo es mi caso. Total, que veo difícil solución al asunto.

Procuro, al menos (no siempre con éxito) acumular menos y, ya que me es imposible frenar mi bibliofilia, moderarme en cuanto a decoración y 'souvenirs' que no sean, además de mis libros, mis cuadros y mi pequeña colección de cajas y búhos, los socorridos imanes que me recuerdan los lugares que he visitado y las personas con las que he viajado, y que tienen la verticalidad de la superficie del frigorífico como límite de su creciente expansión.