En unos tiempos duros en que vivimos una especie de neoesclavitud en situaciones extremas, que llevan incluso a la muerte, como tristemente hemos podido comprobar en Murcia en días pasados, pienso en mis abuelos, los cuatro, que fueron emigrantes por necesidad. Las consecuencias de la Guerra Civil les hicieron abandonar sus casas buscando un porvenir mejor, y el sustento necesario para no perecer.

Mientras conseguían reunir unos ahorros para poder vivir dignamente sus condiciones de vida fueron deplorables, hacinados en las estadas de las coves de Sant Oleguer, que fueron durante un tiempo su residencia. Mi padre recuerda que cuando caían las lluvias tenía que aferrarse literalmente a la tierra para trepar hasta su ‘casa’, donde llegaba empapado y cubierto de barro, y lleno de rabia por circunstancias tan adversas.

Su padre había sido mozo en una de las farmacias de su Loja natal, en Granada, y él recuerda cómo elaboraba las fórmulas magistrales, cómo iba a entregar medicinas montado en una mula, o cómo a horas intempestivas llamaban a aldabonazos a la puerta de casa: «Tomás, que se me ha puesto el hijo malo...», y él con su proverbial paciencia se levantaba e iba a hacer entrega de lo requerido, muchas veces sin que mediara pago por parte de quien precisaba de su asistencia, con la posterior reprimenda del farmacéutico. Hasta que cambió el titular de la farmacia y decidió prescindir de sus servicios.

También cuenta mi padre que tuvieron una tienda de ultramarinos que no prosperó porque él y sus seis hermanos «se comían la tienda y al tendero». Y recuerda con una sonrisa que en cierta ocasión unos ratones habían roído el pan de higo y mi abuelo tuvo que cortarlo en tiras para poder aprovecharlo y venderlo. Eran tiempos de hambre, «tanta que de pensarlo me dan ganas de comer ahora mismo…», me decía.

Esto, de lo que nunca me había hablado hasta que la pandemia que vivimos me ha permitido compartir, cuidando de él de y de mi madre, ratos que la vorágine de la vida diaria ‘normal’ hacía imposible, me ha contado entre otras anécdotas, algunas archiconocidas, de su infancia y juventud.

Mi abuela Isabel había llegado con su familia procedente de Málaga a Granada, donde su padre fue trasladado como empleado ferroviario de ‘el corto’ de Loja. En ese pueblo del poniente granadino de la cuenca del Genil, que la atraviesa y parte en dos, a la sombra del Hacho y el Periquete, nacieron sus ocho hijos, uno de ellos mi padre.

Mi abuelo Tomás, un santo varón según todas las referencias que tengo, que hacía justicia a su apellido (Bueno), nada más llegar a Barcelona murió en el hospital y sus restos fueron los primeros de la familia que quedaron en el cementerio de Montjuïc, tan lejos de la que había sido su casa, y en la incertidumbre de qué iba a ser de su mujer y sus hijos en esta tierra prometida pero extraña para ellos, en la que se conocieron mis padres (pues también mi madre llegó muy chica a Sabadell con su familia, ella procedente de Murcia) y en la que nacimos mis hermanas y yo.

La emigración interior ha sido una constante en mi vida y la que también la ha propiciado. Por eso empatizo con los emigrantes y siento tanta extrañeza ante la falta de humanidad y la búsqueda de lucro que se percibe en personas sin escrúpulos que se aprovechan de la miseria y la necesidad.