La capacidad real de las intervenciones médicas para rescatar de la muerte a personas gravemente enfermas es una moneda con dos caras. Salvar de la muerte inminente a un joven atropellado con rotura hepática mediante una intervención quirúrgica es un milagro técnico, pero si ese joven se encuentra en estado vegetativo persistente por el mismo accidente entonces el resultado del rescate es más ambiguo. La cantidad de vida en sí misma puede no ser el mayor valor. Hay que considerar también la calidad de vida.

Desde el advenimiento de las tecnologías médicas de rescate las cuestiones de calidad de vida han cobrado una importancia fundamental por tres razones. La primera, los propios deseos de las personas: la mayoría de la gente, cuando se le pregunta, prefiere morir que vivir más años siendo incapaz de conocer a sus seres queridos, controlar esfínteres, salir de una cama o tragar. La segunda, el sufrimiento que las propias tecnologías puede causar: cualquier tubo insertado en nuestro organismo (sea para respirar, alimentar o introducir medicamentos) es doloroso y produce sufrimiento. La tercera, la imposibilidad de que todo el mundo pase por una cama de UCI antes de fallecer.

Por eso, si las probabilidades de extender la cantidad y/o mejorar la calidad de vida son mínimas, existe un consenso científico, social e incluso religioso para evitar el llamado encarnizamiento terapéutico. En los hospitales todos los días se toman decisiones de limitación de tratamientos de soporte vital para evitar hacer daño cuando médicamente es poco probable beneficiar. Más de la mitad de todas las personas que mueren cada año en España lo hacen fuera de un hospital, la mayoría con enfermedades crónicas; la mayoría, tras una decisión, consensuada entre familia y equipos sanitarios, de no trasladar al hospital para procurar una muerte en paz, en su casa (o su residencia), donde la mayoría de nosotros queremos morir.

Esta "gestión de la tecnología médica en el abismo" no es, sin embargo, fácil, debido a los diferentes valores y expectativas de las personas y la incertidumbre inevitable. Idealmente debería ser el propio paciente quien nos dijera cuáles son sus deseos y, en caso de no ser capaz en ese momento, que hubiera dejado escritas sus directrices anticipadas. Pero lo más frecuente es que haya que decidir con las familias hasta dónde llegar. Y aquí entra en juego la incertidumbre. Dado que no es posible decir con absoluta certeza cuáles serán los resultados de la intervención tecnológica, se han desarrollado herramientas pronósticas que permiten objetivar las probabilidades. Hay muchas y diferentes escalas, pero casi todas combinan elementos como la edad, la existencia de enfermedades debilitantes crónicas o la funcionalidad previa, con la situación clínica actual. Con toda esa información se intenta tomar una decisión prudente que pondere adecuadamente riesgos y beneficios con valores, deseos y expectativas del enfermo y/o sus familias. El proceso de toma de decisiones no es sencillo y ha de hacerse con tiempo, empatía y sensibilidad. En general, mi experiencia particular es que la inmensa mayoría de los enfermos y familias entienden la situación y toman decisiones sensatas cuando el riesgo de hacer daño con la tecnología médica sin obtener nada positivo es elevado.

Pues bien, en mi opinión, a la tragedia que supone la tristísima muerte de miles de ancianos en las residencias, se suma que ésta haya ocurrido mayoritariamente en soledad (igual que en los hospitales, por otra parte), y sin la posibilidad de un proceso de comunicación adecuado previo con las familias. Poner el foco en si las personas mayores han sido o no hospitalizadas traslada la idea -falsa y peligrosa- de que solo se puede morir bien si antes se han intentado todas las opciones tecnológicas. No hay que olvidar que, lamentablemente, no existe hoy en día ningún tratamiento que haya demostrado científicamente reducir la mortalidad del SARS-CoV-2. El virus es especialmente cruel con las personas ancianas. Debido a su pésimo pronóstico cuando la enfermedad evoluciona a sus etapas más graves, la UCI solo se ha indicado con el 0,8% de las personas de edad más avanzada ingresadas en los hospitales españoles por COVID; no ha sido discriminación sino sensatez clínica que ha pretendido evitar muertes intervenidas y prolongadamente dolorosas. Por eso, las tasas de mortalidad en las personas mayores que viven en residencias son las mismas en todo el mundo: alrededor de un tercio de los infectados, con o sin hospitalización, con o sin UCI.

En las cuatro residencias con brotes graves en nuestra Región, la mortalidad entre los infectados ha sido proporcional a su edad y situación basal y ha estado entre el 17% y el 33%, independientemente del número de enfermos trasladados a centros hospitalarios (de hecho, la mayor mortalidad se produjo en la residencia donde más traslados hospitalarios hubo). La mayoría de las 68 defunciones de mayores que vivían en residencias se acumularon en esas fechas debido a la COVID pero dada la situación basal y los índices pronósticos de los residentes, los fallecimientos hubieran ocurrido, muy probablemente, en los siguientes meses por otras causas. El exceso de mortalidad en la Región es, entre marzo y finales de julio, globalmente, de un 5%, uno de los más bajos del país.

No hay consuelo para el dolor de miles de familias que no pudieron acompañar a sus seres queridos en sus últimos días. La tragedia se ha debido a tres razones: primera, el acúmulo de fallecimientos en esas fechas; segunda, que las imprescindibles medidas de distanciamiento social han provocado muertes en soledad (en la Región fuimos pioneros con un protocolo de despedida que, lamentablemente, para muchas familias, llegó tarde); y, tercera, hubo un proceso telefónico de información con las familias afectadas que obviamente no es el ideal para trasmitir pronóstico y la necesidad que existía de limitar los traslados a los hospitales de enfermos contagiosos que no se iban a beneficiar de un ingreso. Este criterio de salud pública es importante: de hecho, la infección en los hospitales (sobre todo en los servicios de urgencias) ha sido una de las causas de propagación comunitaria más importantes en las primeras semanas en todo el mundo; no en la Región. En esta pandemia, algunos derechos individuales han cedido parcialmente ante el bien común; el mejorable proceso comunicacional con las familias y las muertes ocurridas en soledad en las residencias han sido dos de ellos.

En nuestra comunidad se trasladaron a centros hospitalarios a todos aquellos ancianos que médicamente se pensó podían beneficiarse de un tratamiento hospitalario (una media del 44% de los infectados) tras aplicar las herramientas pronósticas seleccionadas. No hubo consignas políticas sino criterios clínicos, siempre de, al menos, dos profesionales, y toda la atención y el cuidado que las circunstancias posibilitaron siguiendo un protocolo aprobado previamente por un comité de ética donde había representantes de los ciudadanos. A pesar de que en aquellos momentos la experiencia con la COVID era limitada, las evidencias científicas actuales y los resultados epidemiológicos de la primera ola en la Región, solo han confirmado que las decisiones tomadas fueron las adecuadas.

De los mayores infectados que se cuidaron en las residencias de la Región, sobrevivió más del 75%; los que tristemente fallecieron lo hubieran hecho igual en un hospital, pero tras un traslado, una estancia en urgencias -potencialmente infectiva con profesionales y otros enfermos de urgencias- y una miríada de pruebas e intervenciones médicas dolorosas y, con altísima probabilidad, finalmente, inútiles. Es comprensible que algunas familias ahora busquen culpables de un sufrimiento no imaginable, pero el único culpable, al menos en la Región, es el virus y las circunstancias impuestas por la pandemia.

Todo puede mejorarse y por eso en este momento estamos trabajando para que los procesos de toma de decisiones con enfermos crónicos avanzados se planifiquen a través de conversaciones y no se vuelva a tener que actuar sin que ese proceso se haya realizado y registrado cuidadosamente. Ahora, solo nos queda intentar consolar a las familias y colaborar para que la reflexión social sea equilibrada. Lo peor que podría pasar es que prospere la idea de que toda muerte es evitable, que solo puede ocurrir tras un ingreso hospitalario y la utilización de toda la tecnología médica disponible, y que cualquier decisión de adecuación del esfuerzo terapéutico realizada por un equipo clínico es sospechosa de abandono.

Abel Novoa es médico de familia, experto en urgencias y magister en bioética. Ha sido el responsable del dispositivo asistencial del Servicio Murciano de Salud para las residencias de mayores durante la pandemia por SARS-CoV-2