Con frecuencia me sorprende la recurrencia de determinados números y aunque no soy supersticiosa me gusta pensar que su presencia rítmica y musical rige en parte nuestra vida y la conecta con lo ilimitado. Tampoco me desagrada la idea pitagórica de la transmigración del alma, aunque en una cuestión de tal trascendencia no puedo sino declararme agnóstica. El concepto del infinito, de la nada, de la divinidad, me producen un vértigo en el que el conocimiento naufraga y es tentador aferrarse a la fe en algo superior que dé explicación a lo humanamente incomprensible. Estoy con Kant en la complementariedad de intuiciones y conceptos.

Uno de mis números preferidos es el 13. Mi familia ‘inmediata’ está compuesta por 13 miembros desde el 12 del 12 de 2015, con el nacimiento del más pequeño, mi ahijado Pablo Albaladejo Guarino; yo nací un 13 de marzo, y 33 años después también un 13 de marzo nació mi única hija, convirtiéndose en el mejor regalo de cumpleaños de mi vida, que espero me acompañe hasta el fin de mis días y siga colmándome de satisfacciones.

El año pasado, en que mi padre cumplió los 77 años, el 77 parecía perseguirme y hasta la matrícula de mi coche, adquirido en 2019, contiene fortuitamente esa cifra. Noches pasadas hablando con unos amigos de esta cuestión, uno de ellos, Jerónimo, me dijo que el 77 fue el año de su matrimonio y en el que aprobó su oposición, y también Paquita Moya, que nos acompañaba, cumplió 77 divinos años en él, los mismos que mi querida Pepa, que nos dejó apenas hace unos meses y a la que ayer recordaba en estas páginas.

El tercer número recurrente en mi vida es el 27: el preferido de mi prima Montse Solá, de mi cuñado Paco y de mi Rosa Hernández, y el que lucieron los portales de mi casa en el barrio de la Concordia de Sabadell, en el carrer Lluis Vives, donde viví hasta principios del 83, y el de casa de mis abuelos en el carrer Lluçanés, en Can Oriach, el oasis de mi infancia.

Creo que en esas coincidencias numéricas se halla un sentido oculto que armoniza mi vida de una forma misteriosamente intangible y que, como sostiene la doctrina pitagórica, condensados en la noción de límite, lo ilimitado e inaprensible toma forma, y el pensamiento me lleva a conversaciones sobre el monismo y el dualismo con Jerónimo que me retrotraen a unas noches áticas en que empezó a fraguarse nuestra imperecedera amistad, allá por el 92. Con él y con Paquita recordaba el otro día a Kant en medio de una noche de perseidas en un precioso paseo bajo un firmamento protector tachonado de estrellas.

Con su portentosa memoria, Jerónimo repetía en castellano (aunque podría haberlo hecho perfectamente en alemán) las palabras del filósofo en su Crítica de la razón práctica, que le sirven de epitafio: «Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto, a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí…», palabras que volvieron a salir a relucir en una noche plácida en el paseo Alfonso X ante un delicioso granizado de coco en la heladería Chambi de Murcia junto a Rosa Lorca y a un sacerdote, Joaquín Sánchez (‘el Pipo’), otro amigo que tengo la suerte de que me siga acompañando desde los tiempos ya lejanos del Bachiller, en el IES Poeta Julián Andúgar de Santomera.