Llevo diez días en casa de mis padres. Cuando me fui a vivir a Madrid dejé el piso en el que vivía en Murcia, y a mis 42 tacos cada vez que bajo a estar con ellos, duermo en una cama de noventa en el cuarto de invitados, donde no queda nada de aquellos años de adolescencia.

¿En qué momento cuando te vas de casa tus padres invaden tu habitación, ese lugar sagrado en el que has pasado horas y horas, y se convierte en un cuarto para almacenar cosas o, en mi caso, es parte de un dormitorio aún más grande, donde sólo queda el armario? Todo lo demás ha desaparecido: ese santuario que guardaba mis secretos más preciados ya no existe.

Negaré siempre haber bailado con un cepillo por micrófono, tocado la guitarra con mi raqueta, o hablado por el teléfono inalámbrico durante horas con el chico que me gustaba o con mis amigas comentando la noche anterior una y otra vez. He preparado los exámenes durante horas hasta la madrugada, me he tirado horas grabando cintas de casete para recordar un verano inolvidable o para declararme.

Recuerdo una vez, con 17 años, que al teñirme el pelo con uno de esos mejunges que estaban de moda, que en mi cabeza lucía espectacular, a lo rubia platino, tras un par de lavados mi cabellera era de un color naranja infame. Recuerdo cuando mis padres volvieron a casa y yo no salía de mi cuarto. Recuerdo a mamá entrar y el grito que pegó al ver mi cabeza. (Nota aclaratoria, como para todas las madres del mundo, para la mía yo tenía pelazo, y por aquel entonces una melena pantojil que ella veneraba). No crean que la cosa quedó ahí; durante meses tuve que ponerme una gorra que mi madre dejaba en la entrada con tal de no verme la infamia de pelo color mazorca que me había dejado.

Ya no queda nada de aquellos maravillosos años. Mi cuarto es como si yo nunca hubiera existido o siempre hubiera tenido 42 años, ese lugar en el que me pasaba las horas muertas escuchando música o escribiendo cartas interminables al amor de verano sin el que no podía vivir (ilusa). Ojalá pudiera encontrar un agujero en el tiempo y colarme en mi cuarto de los noventa, poder despedirme de todas mis cosas que acabaron en cajas en un sótano y darme un par de collejas, mientras me grito: «Espabila, cágate en la vida, llámala ‘cabrona’ y vívela».