Con la Revolución francesa, el término ciudadano recuperó el matiz clásico enraizado en la polis y en la ciudad por antonomasia, Roma. Desde finales del XVIII, la ciudadanía, más allá de la nacionalidad, se predica del hombre libre, no condicionado por la noción de pertenencia a una nación, sino caracterizado la plenitud de derechos inalienables, esencialmente la libertad. La igualdad ya implica una idea de nación, pues se aplica a todos los individuos sujetos a una misma ley. Atrás quedaron los conceptos de villano o burgués, con todas sus connotaciones, pero sobre todo desaparecieron los de siervo y súbdito.

Para los hijos de la Ilustración, la ley es la garantía de los derechos del ciudadano. Su función primordial es proteger de los abusos del poder político. El Estado absolutista hizo a los revolucionarios recelosos de la arbitrariedad del poder. Si aceptaban el monopolio estatal de la fuerza, era imprescindible poner límites a su extraordinario poder y por ello ley debía proteger los derechos individuales. El Estado debía limitarse al control del ejercicio de la ciudadanía en condiciones de igualdad.

Esencial al Estado son la división de poderes, que delimita las funciones políticas y contrarresta la acumulación de poder, y el control judicial de las potestades administrativas. La Administración, en el desarrollo de las acciones de gobierno, debe ser especialmente fiscalizada en el ejercicio de las prerrogativas que le son conferidas en la prosecución del interés general. Estas ideas son base y fundamento del Estado moderno, pero hace tiempo que perdimos la brújula.

Desde el punto de vista del poder, la ley tiene otra función. En el Antiguo Régimen, la monarquía tenía un origen divino, como el propio Derecho, que en Roma se llama ‘ius’ y evoca al Dios olímpico del que procede el orden de las cosas; la religión sirve al orden político y el Derecho, también. Por lo tanto, para el poder, antes y después de la revolución, la ley es un instrumento para la gobernación y los juristas, los técnicos al servicio del poder político absoluto, no para su control.

La Historia nos lleva, con su curso pendular, dialéctico, a un conflicto permanente de lucha política, que se manifiesta en corrientes y grupos sociales que pugnan constantemente por controlar el poder. La tensión medieval entre rey y reino se decide, según los aconteceres de cada nación, entre la monarquía parlamentaria, como es el caso de la inglesa, o la absolutista, como es el caso de la francesa.

En el Estado moderno, la pugna sigue existiendo entre democracia y dictadura, entre democracia popular y representativa en el contemporáneo, y entre verdadera democracia y república bananera en el lenguaje común. Los vaivenes políticos pueden llevar al poder a líderes elegidos democráticamente que muestran una tendencia irremisible hacia el totalitarismo. Lo vimos en Hitler, lo hemos visto en Chaves y lo estamos viendo en Trump o en Johnson. Los extremos no desacreditan el sistema, pero hacen necesaria su corrección.

Para los líderes autócratas, le ley no es garantía ciudadana, pero tampoco se queda en simple instrumento, sino que es una excusa; más que instrumento es herramienta. La ley garantiza la inmunidad del gobernante, el control de la oposición y de los ciudadanos, que vuelven a ser súbditos.

La disquisición quedaría huérfana si no analizáramos el presente. Otrora hablamos de la declaración del Estado de alarma, que constitucionalmente no puede suspender derechos fundamentales y únicamente puede establecer una limitación temporal y puntual de la libertad ambulatoria. Los defensores de la declaración señalan que no se suspendió, sino que se restringió, pero la prueba de la inconsistencia es que el argumento sea gramatical y no real, sobre todo si se considera el punto de vista policial, que no distingue uno de otro.

Sin resolverse la duda, el estado de alarma quedó sin vigencia y el Gobierno de la nación dicta un decreto ley para decir lo obvio, que a partir de ese momento, son las Comunidades autónomas las que asumen las competencias sanitarias, que ya tenían antes.

Mas he aquí que se producen los temidos rebrotes, inevitables por la potencia natural de la enfermedad vírica y su expansión hasta el colapso. Tras los nuevos contagios, el Gobierno regional decidió que Totana volviera a una fase propia del estado de alarma. Lo hizo mediante una orden de un consejero. ¡Iguálamelo!, diría José Mota.

Los derechos fundamentales, como la libertad ambulatoria, los de manifestación y reunión, o el derecho a la propia imagen, por eso de la obligatoriedad de la mascarilla, solo pueden limitarse por ley orgánica, que requiere la mayoría absoluta del Congreso. La Constitución los protege además con una reserva de ley, de manera que no pueden regularse ni por decreto-ley, ni por reglamento.

Pues bien, la Orden del Consejero limitaba la libertad deambulatoria y el derecho de reunión en Totana.

Manifiestamente excede sus competencias y vulnera derechos fundamentales. La ley empieza a parecer un instrumento, pero como tal, debería servir para algo. Hitler lo tenía muy claro, era un experimento para la supremacía de la raza y el exterminio de sus rivales. En el caso de López Miras y su consejero de Sanidad no creo posible tanta malicia, pero sí una idea de juego, probar cuán elástica puede ser la ley, que se estira o encoge según convenga. Los lectores del Café Bar Gran Parada de Totana que siguen atentos las noticias de LA OPINIÓN, críticos como son, saben que si el elástico se suelta, alguien puede llevarse un latigazo.

En algún momento, los Gobiernos deberán confiar en la ciudadanía, pues sólo el comportamiento individual y colectivo responsable podrá amortiguar los efectos de la pandemia y para ello necesitamos, no políticos que jueguen a ser salvadores de patrias, sino ciudadanos en plenitud de derechos y responsabilidades. Lamentablemente, constatamos desde hace tiempo que esta producción es deficitaria en nuestro país.