Aquí yace Pepa Sales, que tuvo muchos hijos aunque no parió ninguno». Eso me dijo que le gustaría que figurase en su epitafio cuando la conocí, hace 28 años, en Alemania.

Yo había llegado con una beca predoctoral para realizar una estancia trimestral en la Universidad de Heidelberg, tutorizada por el eminente latinista Michael von Albrecht, acompañada por mi directora de tesis, Chelo Álvarez, de quien era amiga. En la puerta, el cartel «Wetzelswald» indicaba que habíamos llegado al lugar correcto en Weinheim y una nota de bienvenida junto a una cena exquisita fue el anticipo de su inefable cordialidad.

Ernst y ella pasaron para mí en pocos días de ser dos desconocidos a ser familia. Asistieron a mi boda, y durante varios años nos acompañaron en el tránsito al año nuevo, hasta que un ictus cerebral dejó a Pepa hemipléjica y le afectó al habla. Nunca se recuperó por completo. Ahora me entero de que el 29 de abril falleció y mi propósito de verla con vida se va al traste en el instante de leer la presentida noticia.

Desde el mes de noviembre tenía la intención de volar a su lado, pues intuía que el cáncer de pulmón que padecía Ernesto había terminado por llevárselo: en octubre no recibí la acostumbrada postal por mi santo, ni la felicitación navideña más tarde, ni la que nos enviaban a Irene y a mí en marzo por nuestro común cumpleaños sin faltar uno solo. Imposible resumir lo que Pepa fue para mí. Teníamos en común, entre otras cosas, haber nacido y habernos criado en Cataluña. Ella de familia catalana. Yo de emigrantes del sur. Tuve el gusto de conocer a su madre, Josefa Aige, una incombustible mujer comprometida con los desfavorecidos, con la que coincidí en mi segunda visita a Alemania, en mayo del 94.

Apasionada, sensible, incansable conversadora, no olvidaré todos los lugares a los que me llevó, junto a Ernst, siempre paciente y cordial, de Espira a Nuremberg, pasando por Colonia o la Selva Negra, hasta Friburgo, y las múltiples visitas a lugares más cercanos tras un opíparo desayuno alemán de domingo.

En cuanto a Ernst, tengo en la retina su imagen, cerveza y cigarrillo en mano, con su sonrisa tímida y su amabilidad exquisita, corrigiendo a su perfecto alemán las notas de Pepa para su trabajo como asistente social que él registraba en una grabadora tras un larga jornada de trabajo como Químico en la central nuclear de Mannheim.

La fotografía era también una afición de Pepa con la que coincidía y, como yo, prefería las diapositivas a las fotos en papel. Carros y carros conservan recuerdos congelados de días cálidos. En su oficina tenía una cinta métrica a la que iba cortando un centímetro cada año con la ilusión puesta en terminar de cortarla el día de su jubilación para dedicarse a viajar. El último fue a Portugal, pero Creta era para ellos un destino recurrente.

Desde que asistieron a mi boda teníamos pendiente ir juntos. Recuerdo cómo se entusiasmaba hablando de Grecia en general, pero en especial de Creta. Tengo presentes su sonrisa luminosa, sus carcajadas explosivas, su gusto por el buen vino, su amor por las flores...

Hoy, 19 de agosto, hubiera cumplido 78 años. Su cinta métrica hace años que dejó de descumplir distancia con el día de su anhelada jubilación. Que la tierra les sea leve y su espíritu vuele libre.