El domingo fue un día que me supo a un mes de vacaciones, en el que tuve mi operación salida y retorno casi sin tráfico, en estos días raros.

Me levanté bastante temprano, me monté en el coche, puse la música a toda hostia y no miré atrás. No sé a ustedes, pero a mí me relaja conducir; grito -porque no se puede llamar cantar a lo que hago- y me parece una terapia brutal. De vez en cuando tengo que aflojar el pie del acelerador porque creo que voy en una nave espacial y no. Ya ir al volante para mí es un planazo, y al llegar a la altura del cartel de Andalucía se me pone el corazón contento y lleno de alegría, como decía Pepa Flores.

Llego a la playa y entro en mi sitio favorito, donde me reciben con mucho cariño y, qué quieren que les diga, emociona que se acuerden de una. También digamos que a Pedro Sánchez una vez le fotografiaron allí, pero antes que él llevo pisando esa santa casa lo mismo que Jorga Pardo o El Habichuela tocando, y eso va ya para más de veinte años.

El Aku Aku es uno de esos sitios mágicos que muta a lo largo del día. Puedes comer, tomar copas, cenar y escuchar música de todo tipo (flamenco, jazz, soul...); además, es un sitio por donde pasa gente de todo el mundo, sus árboles centenarios casi a pie de playa arropan el espacio y no vean cómo se come... Quizás consideren sacrilegio un arroz de bogavante con morcilla, pero háganme caso si les digo que es bestial la mezcla de sabores. Lo recomiendo.

Así que a las doce de la mañana estaba en una tumbona frente al mar y con una gran cerveza fría mientras esperaba a unas amigas, con las que he quedado para disfrutar de un arroz con rape y gambas, porque la paella es otra cosa.

Hace viento de poniente, el agua es de tres azules distintos y el baño es espectacular. Pero estaba claro que esto era un espejismo, y pronto volvía la cruel y despiadada realidad, en forma de cartel: ‘Se vende’, en la casa que tan feliz he sido. Para que me entiendan, es como encontrarte a un ex al que todavía quieres cogido de la mano de otra, y escuece.

Maldita madurez que no nos devuelve los veranos perdidos, pero que bien saben estas anestesias fugaces.

Eso sí, mientras les escribo la resaca aún seguía aquí.