No recuerdo que mi madre nos contara cuentos para dormir, pero sí a la hora de comer, tanto a las hijas como a los sobrinos y después a los nietos. Y han debido ser tantas veces que puedo transcribir literalmente las palabras con que lo hacía, las diferentes voces que adoptaba, el suspense que recreaba.

Su esfuerzo obtenía recompensa, pues conseguía la que era su misión: que nos embobáramos y abriéramos la boca, y siguiéramos comiendo para que no acabara nunca sus relatos. Se transformaba en Sherezade por arte de magia. Igual era Caperucita que el cabritillo escondido en la cajita del reloj, el lobo que pedía harina a la molinera, o el que caía al río porque le abrasaba el estómago como si hubiera comido piedras. Ahora ya no recuerda nada. O casi nada.

Vamos aceptando con resignación que así sea, pero es difícil asumir que aquella niña de catorce años que ya jugaba a ser madre con Montse (la primera de sus sobrinas, que se enredaba entre sus piernas celosa de que mi padre fuera a rondarla), y que ha seguido cocinando hasta hace relativamente poco, o más bien haciendo simulacros de comidas, sin distinguir ingredientes ni medidas (por más que las suyas hayan sido a ojo pero siempre atinadas), cuando hace ya tiempo que no sabe qué es una berenjena y qué un calabacín.

El mal que aqueja a tantas personas, no siempre necesariamente ancianos, también tocó antes en (mala) suerte a la Antoñica del Mina. Una mujer extraordinaria que con su ‘cabra’ color verde caqui (un Diane 6 descapotable del que recuerdo con cariño el toldo a rayas que lució en sus últimos tiempos, cosido por su hermano Antonio) nos llevaba gustosa y sonriente a la piscina de los Periquitos para que nos refrescáramos en los tórridos estíos que soportábamos en Cobatillas en los tiempos pre-aire acondicionado.

Mi hija lamenta que sus dos abuelas hayan entrado en esa irrealidad, que para ellas es real pero confusa, y para todos dolorosa, y teme también que la genética le juegue una mala pasada y le deje una herencia que para nadie querría. Porque es terrible pensar cómo la memoria se va desdibujando, cómo el borrador lo hace con lo escrito en un encerado y, lo que es peor, se disipa el recuerdo y con él la posibilidad de volver a traer al presente desde el corazón lo vivido. Estoy segura de que ambas atesoran en su inmenso corazón todos los momentos que lo han hecho latir con alegría, y también los pesares, momentos plúmbeos como la muerte del pequeño Gonzalo, que marcó irreversiblemente a su abuela, como a toda la familia, más allá de lo que se pueda llegar a imaginar siquiera.

La enfermedad de Alzheimer se ha extendido sobre sus mentes como un manto negro, y amenaza cada día con acabar con la paciencia de quienes asistimos impotentes al deterioro de aquellas a quienes queremos y que fueron el pilar insustituible de sus casas. Y la rabia se alía con una pena inmensa: la de aceptar lo inevitable.

La aguja dejó de bailar acariciada por las manos de Antonia, que tanto cosió con ellas. Mi madre dejó de mimar sus flores, aunque de sus manos sigan naciendo cada día. Y nosotros hemos de cuidar de las que siempre cuidaron.

Ellas, que tuvieron tres hijos, ahora tienen tres madres. Entre las tres no alcanzamos ni a la mitad de lo que consiguió ella sola.