La visita del escritor Mario Agudo Villanueva a Cabo de Palos nos ha reunido a un grupito de ‘itinerantes’ en una jornada en la que acabamos viajando al mar de Homero, que nunca es azul, palabra que en nuestro idioma probablemente deriva del árabe hispánico ‘lazawárd’ (lapislázuli) a través del persa y del sánscrito.

Sí tenemos en griego κυαν?ς (kyanós) para nombrar al azul oscuro, que proviene de la raíz hitita ‘kuwan-’, y de donde derivan nuestro cian o aciano, color azul verdoso que se emplea, junto con el amarillo y el magenta, en las emulsiones de fotografía.

Esta falta de diferenciación entre el azul y el verde, como de envoltorio de caramelo de anís, resulta común en lenguas muy dispares. Así, los japoneses en el período yamato consideraban al verde (midori, que también significa ‘Naturaleza’) un matiz del azul. Atenea se nos presenta como la diosa de ojos glaucos (γλαυκ?πις), esto es, de ojos de mochuelo o, también, de un «verde blanquinoso brillante», como describe la poeta unionense María Cegarra los de Miguel Hernández.

Pero aunque consideramos el verde y el azul como los colores propios del mar (o de la mar), en sus variadísimas tonalidades, igual que hablamos de azul marino podríamos hacerlo, por ejemplo, de verde marino o color vino marino: nadie como Javier Lorente, con la maestría de sus pinceles, me ha hecho ver el ο?νοψ π?ντος homérico.

Denominaciones como las de ‘Playa Amarilla’ en Águilas (Murcia) o las playas y Costa de Oro de Divari, al norte de Pilos, en el Peloponeso griego, así como la Costa Daurada tarraconense y la Playa de Oro en Salou, nos remiten a un ‘oro marino’, como el nombre del Janto, río que en Homero recibe el epíteto de dorado, que también da a otros ríos, pero nunca al mar.

En un amanecer reciente fui testigo de cómo la superficie marina, conforme salía de una oscuridad total que la hacía parecer negra, se teñía paulatinamente de blanco, para pasar del plata al oro, y durante unos minutos pude disfrutar de un mar ‘argentaureo’, si se me permite el neologismo, en una fusión inseparable de uno y otro.

Así de maravilloso y proteico es el mar, que se mimetiza con el cielo y la arena, creando, en función de la incidencia de la luz, efectos ópticos increíblemente hermosos. Mi amigo Guillermo Háskel, que fue marino mercante, me ha contado cómo ha podido ver mares tornasolados, de cobre, estaño, bronce o mercurio, y a través del relato de lo que vieron sus ojos puedo imaginar lo que vieron los griegos y antes que ellos los belicosos pueblos del mar.

El mar de las nereidas marinas, de Anfitrite, de Escila y Caribdis o de las tentadoras Sirenas, es origen de vida, inspirador perpetuo de poetas y cantautores que sueñan mirando al mar, y marco perfecto para el amor. De su espuma nos cuenta la mitología que surgió, hermosa y seductora, la diosa de la belleza y el amor, la inmortal Afrodita griega, a la que los romanos llamaron Venus.

Ojalá desaparezca por completo de su superficie el color gris, marrón, o ese verde propio de la eutrofización por las escorrentías agrícolas que con dolor he podido contemplar en la que ha sido durante años nuestra laguna mágica, el castigado Mar Menor. Confío en que las autoridades pongan de forma urgente, como tantas voces reclaman, los medios precisos para hacer reversible el estado calamitoso en que se encuentra.