Sobre los rusos hay muchos chistes, igual que sobre los de Lepe o los belgas, en este último caso fomentados por los holandeses, una gente que se cree superior a los demás habitantes del planeta en muchos los sentidos, sean sus católicos vecinos inmediatos o los derrochadores y ociosos europeos del sur como los españoles. En el caso de los rusos, muchos chistes tienen que ver con la época soviética, que marcó el culmen de la historia reciente de ese inmenso imperio que abarcaba casi todo el continente euroasiático, en el que Europa no deja de ser una península ligeramente hipertrofiada.

Cuenta la leyenda que los americanos de la NASA pasaron varios años e invirtieron millones de dólares experimentando con unos bolígrafos que escribieran en un entorno de gravedad cero, venciendo así la dificultad de que la tinta no se pudiera sostener en posición estable. Mientras tanto, los astronautas rusos utilizaban lápices para el mismo propósito. La historia (apócrifa como todas las leyendas urbanas de dudosa credibilidad) ilustra la visión que en el mundo científico occidental se tenía de la ciencia y tecnología rusa: básica, casi elemental, pero efectiva al fin y al cabo.

También recuerdo una historia en un documental sobre la innovación propiciada por la carrera espacial (esta sí, plenamente creíble porque el documental estaba producido por National Geeographic) en el que comparaba el esfuerzo norteamericano y el ruso por reciclar los líquidos corporales para ser reutilizados en la Estación Espacial Internacional.

Mientras los norteamericanos habían invertido una fortuna en una sofisticada estación de reciclado, las imágenes del documental mostraban a unos mal equipados científicos rusos con una máquina parecida a un invento del TBO (los que tengan mi edad saben a lo que me refiero), dotada con múltiples depósitos y tuberías que los entrelazaban. Como demostración de su funcionamiento, una científica introducía por un extremo el contenido de una jarrita cuyo color amarillento sanguíneo denunciaba su origen y constitución.

En cuestión de segundos, y no sin que sonaran unos sospechosos y estridentes ruidos, se vertía por el otro extremo un líquido transparente que, sin ningún atisbo de duda, era agarrado por otro de los presentes y bebido sin dilación. Era el triunfo de la innovación con recursos escasos, el rasgo distintivo de la decadencia soviética en los años previos al derrumbamiento y disolución de la URSS.

Entre el desprestigio universal que causó ese derrumbe, se olvida a veces que el régimen comunista (por criminal y despótico que fuera, que lo fue en grado sumo) también propició una modernización brutal del imperio ruso, apenas emergente de los siglos oscuros propiciados por el absolutismo de los zares. Casi todas las políticas económicas comunistas fracasaron estrepitosamente, hasta el éxito del esfuerzo de industrialización impulsado por Stalin tras la victoria en la Segunda Guerra Mundial, ayudado por el prestigio de la victoria frente al nazismo y el papanatismo de los comunistas occidentales a los que solo los propios herederos de Stalin (comunistas a su vez) consiguieron convencer parcialmente de lo que era una realidad innegable: que Stalin llevó a la Unión Soviética a la primera línea industrial y científica del mundo pisando sobre treinta millones de cadáveres de sus compatriotas y gracias al espionaje industrial.

En cualquier caso, el Sputnik sobrevoló las cabezas de los horrorizados ciudadanos norteamericanos, que habían sufrido dos guerras mundiales y su epígono en Corea sin que un soldado extranjero hollara un palmo de su territorio continental, en el año 1957. Los asustados norteamericanos, acostumbrados a contemplar a los soviéticos como sus mortales enemigos, ya se imaginaban a los satélites rusos (el enemigo invisible) descargando bombas nucleares sobre Nueva York, Chicago o las pequeñas poblaciones de granjeros del Medio Oeste.

No otra cosa quería rememorar Vladimir Putin esta semana cuando anunció el éxito de la vacuna rusa, a la que se ha dado el significativo nombre de Sputnik V. Pero (y esto es un ejemplo de que la decadencia de un imperio no se detiene con la implosión inicial) en vez de asombro, admiración y respeto, el anuncio de Putin no ha suscitado más que incredulidad, escepticismo y críticas por parte de todo el mundo. El chiste gráfico que cada semana acompaña a la edición de The Economist, muestra a un Putin ganando una carrera mientras que los otros corredores, con los dorsales China, EE UU, UK y Unión Europea respectivamente, se preguntan: ¿Los rusos engañando sobre carreras ganadas y medicamentos? La referencia es clara al descubrimiento de que gran parte de las victorias de participantes rusos en los juegos olímpicos de invierno en Sochi se habían producido gracias al dopaje fomentado y encubierto por las autoridades deportivas y políticas rusas.

El consenso científico dictaminó desde hace mucho tiempo que una mala vacuna puede ser mucho peor que ninguna vacuna. Y eso se sabe por experiencias concretas, no por suposiciones. Por eso ha despertado tanto rechazo que lo rusos se hayan saltado a la torera las fases tercera y cuarta del desarrollo de su supuesta vacuna, buscando tan solo el prestigio que tan desesperadamente necesita Vladimir Putin en este momento en el que aspira a perpetuarse como nuevo Zar de todas las Rusias con un cambio de la Constitución. Y eso en un contexto político con fuertes protestas populares en Siberia que reclaman en las calles precisamente la ‘caída del Zar’ refiriéndose a Putin y el agotamiento de la popularidad ganada por la invasión y ‘recuperación’ para el imperio ruso de la península de Crimea.

Que el anuncio de la vacuna rusa provoque el cachondeo mundial no deja de ser patético, pero lo es mucho más que la única medalla que los rusos tienen razones para colgarse sea la labor de sus hackers informáticos y la basura que sus granjas de trolls vierten todos los días sobre las redes sociales intentando interferir sobre el debate político y electoral de los países libres con el propósito de debilitarlos. Parece que la historia siga empeñada en dar la razón al pesimismo recalcitrante del alma rusa, regalándole dictaduras sobre dictaduras, autócratas sobre autócratas, salpicada ocasionalmente por algún gobernante benigno pero débil como Gorbachov o fuerte pero alcoholizado como Boris Yeltsin.

Hasta que Rusia encuentre por fin el camino de la libertad y se decante del lado de Occidente (con el privilegiado lugar que le corresponde por sus orígenes, tamaño y por el anhelo de su población más cultivada) seguiremos conformándonos con los sucedáneos que proclama el inculto protagonista, ignorante de todo lo ruso, del clásico chiste español: muy divertida la montaña rusa, y muy rica la ensaladilla rusa.