Nuestro Juan Guirao se ha ido, dicen que para no volver. Pero algunos pensamos que es solo un «y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando», como auguraba el poeta modernista. Y, entre tanto, nosotros asistiremos, una vez más, en el Teatro Guerra a la representación de la Farsa del corregidor y la molinera y a otras aventuras de la farándula universitaria, que confirmarán que nunca será un hombre de provecho entregado al negocio familiar.

Y, aposentado como un valleinclanesco Zaratustra entre los despojos del viejo archivo encaramado en un desván cochambroso, sombrío y polvoriento, un grupo de mozalbetes lo visitaremos en los años 70 del pasado siglo con la excusa de documentarnos en los viejos legajos; pero en el fondo atraídos por la posada y la conversación. Frecuentación que continuaremos nosotros y otros muchos en los altos del desvencijado Pósito de Panaderos y, finalmente, en el restaurado y flamante palacio de los Alburquerque.

Y veremos todos la sabiduría que el maestro pone al servicio de unos y de otros, y tendremos noticia de muchos trabajos e investigaciones que nunca llegará a publicar. Y mientras recorre el casi inacabable camino que le lleva de archivero voluntario a cronista oficial de la ciudad, al premio Elio, a académico de la Real de Alfonso X el Sabio, iremos sabiendo de las pequeñas joyas que, con cuentagotas, dejan huella precisa de los sones y latidos de la ciudad, de sus fiestas y celebraciones, de las vidas de Ginés Pérez de Hita o de Pericón de Cope, de los usos y costumbres actuales o perdidos en la memoria de los siglos, siempre en prólogos, separatas y libros ajenos. Y los más curiosos observaremos por encima de su hombro, asomatraspón, los versos que escribe en secreto y los escritos que van quedando traspapelados en carpetas y cajones para nunca jamás.

Y nos enriqueceremos con su trato y conversación mientras discutimos sobre la catalogación de los lorquinos en enterados, sabeores y sabios o entendidos, sin dejar de pensar que él, de natural modesto y retraído, de siempre ha seguido «la escondida/ senda por donde han ido/ los pocos sabios que en el mundo han sido».

Porque yo seguiré pensando que el título de «varón prudente y discretísimo», arrebatado al marqués de los Vélez, que a mí me aplica, entreverado de cariño y amable ironía, a él solo le corresponde. Y antes de que sea más tarde nos entretendremos repasando los dichos y refranes lorquinos y su correspondencia con los de Gonzalo Correas, recordaremos la caprichosa gata de María Ramos y nos preguntaremos por el sentido de giros atrevidos y picantes e intercambiaremos cientos de palabras trasnochadas mientras tomamos de memoria chatos y mitaíllas en bodegones y tabernas, sean las de La Copona, El Tiznajo o El Tinajicas, recitando aquello de «Lorca, tierra bravía,/ la de las cien tabernas/ y una sola librería».

Y él nos hablará de sus achaques y malengues, que tanto le preocupan porque no anuncian nada bueno, y me dirá que está deseando ver publicadas mis glosas del habla murciana, y yo le sorprenderé con el anuncio de que el libro está ya en capilla y que me gustaría que él lo presentara. Y él se despedirá con un consabido “Quiñonero, Quiñonero,/ eres mozo y principal”, mientras un viejo compañero y amigo intentará convencernos de llamar Juan Guirao a la avenida central de la ciudad. Que esta es la hora y el momento, mientras damos el penúltimo adiós al prudente y discretísimo maestro.