La escala en la que la especie humana proyecta su relación con el planeta ha variado a lo largo de la historia. El paso de una percepción del hombre inscrito en el centro de un vasto mundo creado por Dios, el hombre vitruviano del Renacimiento, al universo infinito sin dios y sin centro de nuestros días, hay un salto de escala considerable, constatable en siglos de producción de conocimientos y saberes.

Uno de los libros más brillantes sobre los cambios de paradigma en la ciencia que produjeron cambios profundos en la conciencia y en el pensamiento europeo, fue escrito a mediados del siglo XX por el historiador de la ciencia Alexandre Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito. En él se narran los cambios que se produjeron en el pensamiento europeo a causa de la revolución científica de los siglos XVI y XVII, que condujo al desarrollo de la astronomía moderna y dejó atrás el bíblico universo geocéntrico.

El avance y la consolidación de un paradigma heliocéntrico del mundo, defendido en los trabajos de los grandes científicos de los siglos XVI y XVII, Copérnico, Brahe, Bruno, Kepler, Galileo y Newton, produjo la transición de un mundo cerrado, finito, ordenado y cuidado por Dios a un universo infinito, indómito, aún sin explicar y tal vez huérfano. Y no se trató solo de un cambio en el punto de vista del observador científico, fue algo más profundo, fue un salto planetario en la comprensión de la propia naturaleza humana y en la perspectiva del hombre en su relación con el universo. El hecho fue que a finales del siglo XVII el hombre europeo (no las mujeres) se vio capaz de entender las leyes del universo (Newton), dictarse sus propias leyes (Montesquieu), declarar su autonomía moral y política basada en la razón (Kant), y un siglo después, darle un revolcón a la estructura social de la época (R. Francesa).

Hoy vivimos un cambio de escala visible en la globalización tecnológica y económica y en la mundialización de gran parte de los problema sociales y políticos. El cambio climático, el comercio mundial, el terrorismo internacional, las tecnologías de la información y comunicación, los movimientos migratorios, el éxodo de poblaciones enteras de un lugar a otro: refugiados, inmigrantes y recientemente la pandemia, han puesto en cuestión las escalas territoriales y nacionales de decisión en implementación de políticas de intervención. Las crisis de la soberanías nacionales de los grandes Estados contemporáneos dejan al descubierto el fracaso de las perspectivas nacionales y territoriales para afrontar los grandes problemas globales del sigo XXI.

Levantar muros, cerrar fronteras, implementar medidas de clasificación y exclusión bio-políticas sobre la ciudadanía perpetúan una escala que, tal vez, ha dejado de ser operativa en este mundo. La gran paradoja es que algo tan pequeño como un virus haya tenido que darle a la humanidad el empujón necesario para entender la urgencia de asumir la escala global y planetaria. La salud ya no es un problema personal ni individual, la salud es también un bien común, como el planeta, que hemos de procurar cuidar entre todos. Nuestros cuerpos, nos ha recordado la pandemia, son globales. El virus, como un invisible hilo rojo que sutura un cuerpo a otro, ha ido cosiendo la carne de cada uno y construyendo un lugar común: nosotros, la especie humana. Que primera vez se ha sentido vulnerable.

Se usa el término antropoceno para referirse a la etapa en la que el hombre ha entrado en la historia geológica, que es de millones de años, y está alterando los parámetros del sistema terrestre, de forma que han empezado a evolucionar fuera del espectro de variabilidad natural de la época holocena. Estamos interviniendo en la evolución natural del planeta y esto tiene consecuencias globales: aumento de la temperatura, disminución de la diversidad biológica, aumento de las catástrofes naturales, de las enfermedades globales...

Y el hecho es que somos seres ecodependientes, nuestros cuerpos forman parte de la escala biológica. Cuando el pensamiento feminista defiende la idea de poner la vida en el centro, apunta a la necesidad de construir modelos sociales, políticos y económicos que tengan como prioridad en sus políticas el bienestar, los cuidados, la vida de las personas, de otras especies y del planeta.

La pandemia puede ser el punto de inflexión, el tiempo de pensar la catástrofe, el momento en el que empezamos a poner en cuestión la escala anterior.

Porque, tal vez, el mundo y la naturaleza no sean algo que está ahí fuera, sino una dimensión común. Y, ciertamente, no habrá historia humana al margen de la historia del planeta Tierra, al menos conocida.