En un mundo sacudido por las plagas, las campanas volvieron a sonar el pasado jueves por una de las mayores catástrofes de la historia perpetrada por el hombre, cuando hace 75 años una sola bomba atómica destruyó Hiroshima.

Kenzaburo Oé, cumbre de la literatura japonesa moderna, premio Nobel, autor de Una cuestión personal y El grito silencioso y padre de un discapacitado por hidrocefalia condenado al autismo, viajó en los años sesenta a la ciudad japonesa para interesarse por los testimonios de las víctimas de aquella maldita 'bomba justiciera' de Truman.

Lo recibieron héroes silenciosos, ancianos obligados a vivir en soledad, mujeres y jóvenes desfigurados, y médicos que luchaban denodadamente contra los efectos tóxicos de la radiación.

Halló a un pueblo jamás dispuesto a rendirse, elegido para soportar el dolor y aliviar la culpa de quienes, en nombre de la seguridad, les habían infligido tanto daño.

De ahí surgió Cuadernos de Hiroshima, uno de los dos reportajes más estremecedores que se han escrito sobre las consecuencias de la bomba atómica. El otro fue el del periodista John Hersey.

La ética de Oé se inspira en las lecciones aprendidas del dolor humano de aquellos seres condenados por la historia. El señor Sadao Miyamoto, una de esas víctimas, murió acariciando un conmovedor deseo de paz. La última vez que el escritor lo vio había recibido el humilde homenaje de los participantes en la marcha que se celebraba en Hiroshima con motivo de la novena conferencia mundial contra las armas nucleares. «Se retiraba hacia la muerte con un ramo de flores en las manos, los hombros encogidos con resignación y, a pesar de todo, con evidente satisfacción y dignidad. Cuando entró en aquel lugar (el hospital), al que a nosotros, los de fuera, no se nos permite, apenas podía sostenerse por sus propios medios. Las semanas del verano al otoño, las pasó en la cama y murió con la llegada del invierno».

Sólo entonces se rindió.