Soy partidario de no beber nada parecido al agua salvo que sea agua. El vino es un alimento saludable, en tanto que algunas que otras bebidas alcohólicas, aun no resultando del todo benéficas, tienen el poder de estimular las facultades místicas y, como escribió William James, son una forma de entender nuestro ser desnudo y sensible. Por decirlo de otra manera, conducen desde la periferia fría al núcleo radiante de las ­cosas.

El alcohol, como ha sucedido con gran número de escritores notables, era la musa de Kingsley Amis. Con esto no quiero decir que para escribir no intentase mantener la sobriedad, digo simplemente que el alcohol lo mantenía vivo e impertinente. El problema es que cada vez pasaba más tiempo bebiendo que escribiendo. El poeta galés Dylan Thomas, que murió de una borrachera imperial, solía decir: «Cuando bebo una copa me convierto en otra persona, y esa otra persona necesita una nueva copa». El repertorio de sir Kingsley era inagotable en frases ocurrentes, pensamientos verbalizados y gloriosas anécdotas. El alcohol finalmente pudo con él, le robó el encanto y la salud. Probablemente también el ingenio, como asegura el irrepetible Hitchens. Pero antes de que eso ocurriera definitivamente, dejó escrita una obra literaria plagada de referencias a la bebida, con consejos útiles como en Un inglés gordo o El hombre verde. En La suerte de Jim recrea una escena memorable sobre la resaca, que ningún lector seguramente olvidará. Sobrebeber, su antología etílica que publicó hace unos años Malpaso, incluye una reflexión filosófica sobre los efectos secundarios de las cogorzas que merece figurar en los anales del ensayismo británico. En ella disecciona los dos aspectos primordiales de la resaca: el físico y el metafísico. En ambos casos, Kingsley aporta soluciones, lecturas y sugerencias musicales, además de tres desayunos notables atribuidos a Winston Churchill, Horatio Bottomley y Coleridge. El último, para que se hagan una idea y en consonancia con el autor de La canción del viejo marinero, consiste en seis huevos fritos y un vaso de láudano con agua de seltz.

No aspiro a ponerme filosófico como James o Amis cuando se referían al alcohol, pero sí igual de sentimental que Bertie Wooster el personaje de algunas de las mejores novelas de P. G. Wodehouse, o de su propio creador, que en 1946 escribió a un amigo para proclamar con euforia que la ginebra y el vermut italiano eran lo mejor de la vida. Wodehouse fue el más divertido de los escritores etílicos e hipotéticamente el más aburrido de los sobrios. Para saciar las fantasías de cualquier snob eduardiano inclinado a la cuisine por cuestiones de moda, pero no hasta el punto de prescindir totalmente de la vieja comida británica, se inventó a Anatole, el chef de la tía Dahlia, distinguido discípulo de Escoffier, un excelente artista, monarca de su profesión y el imán que siempre lograba atraer a Wooster a Brinkley Court con la lengua afuera.

Pero a lo que en realidad Wodehouse iba directo era al abrevadero en cualquiera de sus modalidades, trago corto o trago largo. En su contexto tradicional de casas de campo y pubs ingleses, pensaba en cerveza y vino, mientras que Nueva York le ofrecía un mundo fresco de 'green swizzles' y 'lightning whizzers', cócteles todos ellos relampagueantes. De hecho las bebidas, sus resacas y los remedios de Jeeves, el magnífico mayordomo de Wooster, son parte del entretenido vértigo que el lector experimenta al inflarse con el suflé de hallazgos verbales de sus novelas. Wodehouse nació en Inglaterra y murió en Estados Unidos, pero entretanto vivió durante varios años en Francia, un país que ocupa un lugar preponderante en algunas de sus creaciones más coloristas. De allí importó a Anatole para incorporarlo a su edén de gandules con polainas interesados en la cría del cerdo.

Los miembros de Los Zánganos, el selecto club al que pertenece Bertie Wooster, han tenido la ocurrencia de trabajar alguna vez en la vida. Aunque, desde luego, muy raramente, les acompañaban las ganas de hacerlo, como reconoció el autor de aquel universo de loisirs eduardianos y disparatados aristócratas ociosos. «Englishmen of the upper classes/ are more amusing than the masses», escribió el novelista irlandés Patrick McGinley. O lo que viene a ser lo mismo, los ingleses de las clases superiores resultan más divertidos que el populacho. Lo cual no admite duda, las clases trabajadores, por razones que no me alargaré explicando y que todos podemos llegar a entender, no siempre encuentran el motivo para ser despreocupadamente fe­lices.

Wodehouse no es que no fuera a título personal y también como autor consciente de las desventajas del alcohol. Wooster investiga sobre ellas y le confiesa a su amigo Claude Cattermole que hay seis variedades de resaca: la brújula rota, la máquina de coser, la atómica, la hormigonera y el Gremlin Boogie. Pero el dolor siempre tiene la oportunidad de curarse. Para ello está Jeeves, que encarna la respuesta rígida frente al éxtasis lírico de su señorito. Es entonces cuando Wooster nota como si alguien hubiera accionado una bomba en su viejo frijol y pasase por su garganta una antorcha encendida. De repente todo parece ir bien. Por decirlo como Wodehouse, el sol vuelve a brillar sobre los campos y el gorjeo de los pájaros en las copas de los árboles se filtra a través de las ventanas, mientras que la esperanza amanece una vez más.

Vuelvo con frecuencia a las páginas de Brinkley Court, no solo atraído por la velouté aux fleurs de courgette de Anatole, sino por el imán de una lectura entretenida. Allí se encuentra el pináculo precisamente de esa literatura divertida y etílica del gran humorista que era Wodehouse. En De acuerdo, Jeeves (1934), una de las mejores novelas de la serie, Gussie Fink-Nottle, personaje recurrente y miembro de Los Zánganos, se diluye en una curda memorable. Los ingredientes del delicioso caos que envuelve la historia son una botella de whisky, una jarra tuneada con ginebra de zumo naranja y la azarosa entrega de unos premios en el instituto de Market Snodsbury, un vistazo ocurrente a un mundo donde pase lo que pase, como suele decir Jeeves, siempre hay cócteles. Al menos, no faltan en los desayunos.