En el mundo contemporáneo tenemos dos escalas de habitabilidad: lo local y lo global. La condición humana es capaz de definirse hoy entre estas dos dimensiones que conforman el cerca-lejos del habitar nuestro planeta. Lo global, como sabemos, es el día a día de nuestra situación mediatizada por las redes sociales y las tecnologías de la información y la comunicación que nos colocan al minuto en la aldea del mundo.

Lo local, es ese pequeño lugar real que habitamos todos los días y por el que nos desplazamos físicamente: la calle, el edificio, el barrio, el pueblo, la ciudad y los lugares que constituyen nuestra experiencia del mundo. Sentirnos locales-globales forma parte de la realidad humana. En este planteamiento, la primera escala constituye el marco general desde el que se sitúa y se comprende el hombre contemporáneo. La segunda escala, la local, configura nuestras identidades, costumbres y el primer nivel de nuestra cultura. Sin duda, la crisis de habitabilidad que vivimos en el mundo contemporáneo tiene que ver con la contradicción de habitar las dos escalas.

Amar los lugares en los que se vive y se tienen las primeras experiencias también forma parte de la condición humana. El geógrafo chino-estadounidense Yi-Fu Tuan acuñó el término Topofilia, que es el título de su obra más conocida, para referirse precisamente a ese amor incondicional que la especie humana tiene a los lugares. El lugar no es sólo un espacio geográfico determinado, el lugar está impregnado de subjetividad, podría definirse como el conjunto de relaciones afectivas y emocionales que las personas mantienen en y con un territorio concreto.

El filósofo Heidegger, en 1951, después de la Segunda Guerra Mundial, redactó un breve ensayo, Construir, habitar, pensar, en el que se planteaba preguntas esenciales en aquel escenario de postguerra: ¿cómo reconstruir las ciudades después de la destrucción de la guerra y desde dónde hacerlo? ¿cómo pensar el espacio? Heidegger sostiene que hemos olvidado lo que significa la palabra ‘habitar’ y este es un olvido esencial, construir casas y viviendas no significa hacer habitable un lugar. Para habitar un lugar hay que hacer algo más. Hay que existir-ahí, ‘dasein’, es decir, hay que Ser.

¿Cómo hacer de nuevo habitable el mundo? Podría ser la pregunta urgente que nos toque hacernos hoy. Creo que gran parte de la respuesta pasa por empezar a sentir los lugares como parte esencial de nosotros mismos, es decir, espacios que hay que abrigar y cuidar pues nos permiten ser y existir, nos permiten desarrollarnos y desarrollar nuestros modos de vida. El destino de la especie humana es inseparable del lugar en el que habita, a escala global lo estamos viviendo en directo: el cambio climático, las pandemias y la crisis medioambiental del planeta. Si no se pone remedio esta crisis de habitabilidad acabará destruyéndonos, como sostiene Heidegger, somos en el lugar que habitamos.

En poco tiempo, a escala local, por ejemplo, hemos abandonado la España rural que constituía gran parte del relato de qué era este país. La cultura y los modos de vida de este mundo se han ido vaciando, poco a poco hemos ido perdiendo identidad.

En 1981 dos directores australianos rodaron en un pueblo de Cádiz un documental de 23 minutos sobre la vida rural en España. Lo titularon El Pueblo. La intención de este documental respondía a un encargo del Ministerio de Educación de Nueva Zelanda y su objetivo era enseñar a los estudiantes neozelandeses de 8 a 10 años cómo eran los modos de vida de una comunidad rural del sur de España.

Acompañaba el documental una guía educativa con preguntas sobre qué hacían los niños, a qué jugaban, qué hacia el alcalde, etc. El hallazgo del documental El Pueblo y el minucioso proceso de investigación en archivos, bibliotecas, hemerotecas, entrevistas, fotografías, cuadernos de campo, ha culminado en un libro del investigador gaditano Antonio Javier González Rueda, El Pueblo y yo.

Un ensayo personal y visual sobre la España rural de 1981 vista desde la antípoda, editorial Madara. En él, Antonio Javier González recrea y reconstruye la aventura del rodaje del documental y la foto fija de cómo era el Pueblo en aquellos momentos; una España rural que comenzaba a cambiar y modernizarse. Curiosamente documental y libro con treinta años de diferencia comparten la misma mirada antropológica.

Tres décadas de abandono después, han convertido a El Pueblo en un documental histórico sobre lo que fue la España rural y al ensayo visual de Antonio Javier González Rueda en un ensayo imprescindible para interpretar los modos de vida de la España rural.

Cuando abandonamos un lugar, abandonamos también las formas de habitabilidad, las formas de ser y de existir, de construir comunidad, el reconocimiento ético del otro, la dimensión ética y cívica de la vida en común. La mirada inocente, desde las antípodas de nuestro mundo, asombrosamente interpretada y recuperada en este libro, nos pone delante de nuestros ojos el relato de cómo éramos cuando existíamos.