Abandonen la molicie del sibarita sentado que contempla con arrobo el tesoro dorado de los higos chumbos acomodados en la fresca fuente de Nijar, que se ofrece al goloso como un manjar al alcance de la mano, y aprendan conmigo los preceptos del manual que les hará expertos cogedores y manipuladores de tales frutos, con lo que podrán presumir de mortales que, siguiendo el mandato bíblico, ganan el pan, y los higos chumbos, con el sudor de su frente.

Para empezar, protejan su anatomía con recios ropajes, manguitos y guantes, para enfrentarse al indómito ejército que, apostado en lindes y ribazos, espera erizado de pinchas, desde las recias de las paleras, a las infinitas y volátiles que, por miles, orlan la oronda anatomía de los frutos. Sepan que el asalto puede hacerse con armas convencionales: guantes reforzados, escasamente operativos para introducirlos entre las apretadas filas del enemigo; las tenazas de la lumbre cuyas pinzas, ligeramente abombadas para arrimar los leños al fuego, se adaptan perfectamente a la figura oronda del chumbo para retorcerle el pescuezo; o, como si se tratara de una cuña de la misma madera, una pala doblada con la mano para ir agarrándolos uno a uno.

Pero mejor será recurrir a armas de precisión que nos alejen del cuerpo a cuerpo con el enemigo. Para ello, nada mejor que el siciliano cogedor de chumbos, ingenioso aparato compuesto de un cilindro cónico de hojalata, atravesado perpendicularmente por otro pequeño cilindro hueco, al que se le adapta un mango de madera lo más largo posible. Con el mismo sigilo que guarda el que caza mariposas, introduciremos el cono en la corona del higo y, con un giro lateral, le quebraremos el pezón para que caiga cortado dentro, sin que el pequeño cilindro que lo atraviesa lo deje caer al suelo.

Derrotado y cautivo el ejército enemigo, procédase a extender sus huestes sobre un lecho de paja para, con una boja o escoba, barrerlas con maña, de manera que se desprendan los haces de pinchas que adornan su cuerpo y, sobre todo, su corona; y luego, dispuestos en un recipiente agujereado por el fondo, recibirán un torrente de agua que irá arrastrando las pinchas. Finalmente, agarraremos los higos uno a uno con los dedos pulgar e índice para, con un corte en cada extremo y otro longitudinal, irlos despellejando hasta dejarlos desnudos y bien dispuestos para llevarlos al plato.

Pero si ustedes, modernos de naturaleza, prefieren los últimos avances de la tecnología, habrán de recurrir al formidable artefacto que, con el pomposo nombre de máquina trasladable de coger higos chumbos, inventó el nunca bien alabado profesor Franz de Copenhague. Semejante a aquellas galerías móviles que utilizaban las cohortes romanas para asaltar fortalezas, o los andamios que envuelven como un esqueleto los edificios en construcción, el portentoso ingenio, acoplado al macizo chumbero y atendido por doce operarios dispuestos en distintos niveles, con el estruendo de pinzas hidráulicas, poleas y cintas automáticas, barredoras y cuchillas, va trasladando el fruto silvestre, ya cogido, barrido y pelado al plato, delante del comensal, que, con la servilleta al cuello y armado de tenedor y cuchillo, se dispone a devorarlo.