Cuando éramos pequeños estar a oscuras no me importaba, pero después de que se marchara Xavier era la única cosa que me gustaba. Aunque fuera de día, bajaba las persianas hasta que solo se colaba un hilo de luz. Samuel no lo entendió nunca, él era de luz y de sol, de abrir las ventanas y que entrara el aire, y se quejaba de que en mi casa el aire siempre estaba enrarecido como en una mina. Un día te traeré un canario y qué te apuestas que se muere, me dijo una vez, y yo me tapé con una sábana hasta la nariz, cuántas horas había pasado en la cama sin hacer nada, solo mirando el hilo de luz de las persianas de la pared, que tenía forma de espiga.

La luz del edificio se había apagado. No por el temporizador, sino de golpe, sin avisar, cuando solo me quedaba un piso y medio para llegar al ático. Avanzaba a tientas, con cuidado, poniendo el pie en cada escalón, y de golpe fue como volver al tiempo de la oscuridad y la espiga, a la casa del aire enrarecido, y Samuel que me preguntaba qué había pasado con Xavier, si ya no éramos felices.

Y yo encerrada en aquella habitación oscura como una mina, sola. Y la habitación era oscura y la oscuridad me gustaba porque así no tenía que ver nada más, solo la espiga en la pared, y no tenía que ver la cama, ni la mesita de noche, ni el armario con la luna en la puerta derecha, que antes de que se fuera me mostraba cada vez más azul y que ahora me enseñaba una mujer amarilla. Samuel y Xavier desde siempre habían sido grandes amigos, hasta que Xavier se fue porque yo se lo pedí. Cuando lo hice Xavier se enfadó, como siempre, y golpeó con los puños las paredes y mis mejillas y finalmente, cuando yo ya me había escondido debajo de la mesa, lo oí marcharse y llamé a un cerrajero para que cambiara la cerradura aquella misma noche.

Y después el alivio de la oscuridad, mi espiga.

Cada vez había más escalones y eran más empinados. Subía a cuatro patas, con las manos apoyadas en el mármol fresco del suelo, como quien sube una pirámide para adorar a los dioses de una estrella lejana. Los recuerdos me empapaban como si fueran lluvia. Samuel en un banco de la plaza, rodeado de chicos y de un círculo de motos. Bebían cerveza y no se molestaban en esconderla. Xavier llega, derrapa con la moto delante de mí, yo vuelvo de clase de inglés. Lo saludo con una sonrisa, siempre ha sido amable conmigo, pero ese día me coge los apuntes de un tirón y se los enseña a mi hermano, a sus amigos, los hacen volar como copos de nieve, arrancan las tapas del libro, se ríen, yo vuelvo a casa llorando. Por la noche Samuel me dice que era solo una broma, mamá le pega un bofetón, el libro y las clases son caros.

Llegué al rellano, que se extendía bajo mis rodillas y mis manos como un pantano. No sabía decir si estaba frío o húmedo. Quizá, además de las luces, había reventado una cañería y ahora el edificio se inundaba. Me senté contra la pared y escuché con atención. Se oía agua goteando, crujidos que podían no ser nada o podían ser el edificio hundiéndose. Me abracé las rodillas e inconscientemente busqué la espiga dorada; pero en aquel rellano solo había mármol y oscuridad. Cuando lo vi me había parecido liso y fino como la piel de un bebé pero, al tocarlo, había notado en la punta de los dedos unas grietas que formaban valles rugosos en la piedra e imperfecciones pequeñas y redondas como un texto en Braille.

Xavier se me acercó en la fiesta de inauguración del piso, era el único amigo de Samuel de los tiempos de los globos de agua que lanzaban a los coches, de las motos y las cervezas. Me saludó como quien saluda a un viejo amigo. Cómo estás, te veo muy bien, y me pareció que volvía a hablar con el chico dulce con quien jugábamos las tardes de verano, y el miedo a la violencia con la que me arrebató los apuntes y el libro se me quedó encogido en un rincón. Acepté la cerveza que me ofreció con una sonrisa.

Cuando se enteró de que estábamos juntos, Samuel se rio. Era cosa del destino, decía.

Me levanté. A mi alrededor oía voces antiguas. Las risas de Samuel y Xavier cuando los viernes, después de cenar, los dos fumaban en el balcón de casa mientras yo recogía la mesa y sacaba el postre de la nevera. Samuel, cuando éramos pequeños, en nuestra burbuja; siempre seremos amigos además de hermanos. Los gritos de Xavier, siempre enfadado por cualquier cosa.

Y debajo de todas estas voces, una que tardé en reconocer. Un hilo que a veces parecía que cantaba, que a veces parecía que lloraba. Y aquella voz era la mía.

La seguí con cuidado. La voz avanzaba y retrocedía, pero siempre se dirigía hacia arriba.

Mañana, Último capítulo. ÁTICO