Agosto de 1963, The Beatles tocaban por última vez en The Cavern, sala de conciertos que vio nacer a los cuatro de Liverpool.

Un concierto del que se agotaron las entradas en treinta minutos unas semanas antes, al más puro estilo siglo XXI cuando salen a la venta entradas para un concierto de Muse, por ejemplo. Fue una de esas actuaciones míticas. Durante el bolo hubo problemas técnicos que Lennon y McCartney solventaron tocando en acústico. Ellos no se imaginaban lo que significaron para la música, aunque yo siempre he sido más de los Rolling. Aquí es cuando les decepciono, lo sé.

Siempre he pensando que me habría encantado vivir las décadas de los sesenta y setenta, ver a los de Liverpool en directo, conocer a John Lennon. Me habría enamorado locamente de Jim Morrison y me habría encantado que Ray Manzarek, fundador y teclista de The Doors, me hubiera enseñado a tocar el Hammond. Ojalá haber vivido el Berlín de Bowie cuando compartía piso con Iggy Pop y empezaba a colaborar con Brian Eno. Vivir Woodstock, ver a Jimmi Hendrix o La Joplin, haberme sentado en aquel campo de Bethel aquel agosto del 69 a experimentar con ácido y dejarme llevar por el movimiento hippie.

Pensar que cuando Bowie estaba en plena producción de Low de la mano de Toni Visconti, era 1976, y a mí me quedaría un año para venir al mundo a dar la turra. «La gente perdía la virginidad con esta música, se colocaban por primera vez con esta música», decía Jim Morrison en una entrevista tras la publicación de Morrison Hotel, disco con temas tan potentes y míticos como The End o Roadhouse blues. Abrir Studio 54, dejarse llevar en los palcos de aquel teatro y vivir las grandes juergas junto a Warhol, Yves Sant Laurent, Mick Jagger, o Salvador Dalí.

Aquellas décadas fueron cultural y musicalmente una explosión de creatividad, y nacimiento de movimientos artísticos importantísimos para la historia, el arte y la música. No creo que volvamos a vivir nada parecido. Las nuevas tendencias musicales me provocan un escalofrío por la nuca, con permiso de La Rosalía, fenómeno que me hipnotiza aunque vaya perdiendo frescura y personalidad, entregándose al reguettón y al trap. La cultura del chándal y las uñas de gel, arrasan, frente al cazadoras perfecto de tachuelas de los 70.

Llamenme viejuna, pero larga vida al rock n roll.