Me dispongo a disfrutar un par de días de un rincón del litoral murciano que me resulta especialmente atractivo por agreste, natural y relativamente poco frecuentado: la costa de la calma. Elijo Puntas de Calnegre, donde un antiguo cuartel de la Guardia Civil reconvertido en albergue me permite amanecer junto al mar, de cuyas vistas puede disfrutarse desde la misma ventana del dormitorio.

Me recibe el conserje, Amir (como el río que fluye no lejos de allí), un bosnio que llegó hace catorce años a nuestro país después de una devastadora guerra y sin saber ni una palabra de nuestro idioma. Con satisfacción me dice que, tras mucho sufrimiento y no poco trabajo ahora habla tres lenguas y conoce dos alfabetos: el latino y el cirílico. Aquí ha echado raíces, pues encontró el amor en María del Mar, y desde noviembre es padre de un pequeño, cuya fotografía se apresura a buscar en el móvil para mostrármela orgulloso.

Le pregunto por la actriz Margarita Lozano, de la que tengo oído que reside en esta pequeña población, y se le ilumina el rostro aún más. Sí, la conoce, es amiga suya. Vive en la Casa Azul. Y se ofrece a llevarme a visitarla si ella accede. Pienso que no es probable que lo haga, pues ya casi nonagenaria (cumplirá 90 años el año que viene), ha vivido siempre voluntariamente ajena a entrevistas y su sencillez y rechazo a la notoriedad es proverbial, aunque desde 2015 es Doctora Honoris Causa por la Universidad de Murcia, que reconoció su valía a propuesta del catedrático de Historia del Arte Joaquín Cánovas.

Me aventuro por las calas de la marina de Cabo Cope y pasadas las cuatro y media de la tarde me encuentro con varias llamadas perdidas al móvil y un mensaje: Margarita Lozano me recibe, pero ha de ser a las cinco y media de la tarde. Así que sin pensarlo dos veces pongo rumbo de vuelta a Puntas, me ducho en un santiamén y María del Mar, solícitamente me lleva en su propio vehículo hasta una casa rodeada de flores, amplia, luminosa y diáfana como su propietaria, que yace postrada en cama desde hace casi tres años.

Desde el principio, con un breve preámbulo en el que salen a relucir los nombres de Joaquín Cánovas y del periodista Antonio Arco, comienza a hablar en un discurso lúcido donde el tiempo no existe, como ella señala varias veces. Me refiere anécdotas de su infancia, de sus abuelos, de sus amigas de juventud, María Luisa y Puri Vizcaíno. De la Guerra Civil, de su admirado Miguel de Unamuno, de Miguel Narros, de Buñuel, de su papel como Ramona en Viridiana, de Paco Rabal (guapísimo, gran seductor, pero exquisitamente respetuoso y correcto), me dice, y rememora una anécdota de las muchas que la complicidad entre ambos propició. Me habla de su epitafio, y del lugar donde quiere ser enterrada. Y de su hijo, y de su nieto, y de lo que para ella es más importante: el cariño de la buena gente que hay en Puntas.

Y de un propósito que me asegura conseguirá hacer realidad: que quiten su nombre al paseo de los enamorados de Lorca, en la Alameda. «Con lo bonito que era ese nombre...», dice. Y lo dice una mujer con nombre de flor, 'Margarita de las flores Lozano', de mirada limpia y sonrisa cálida, que no quiso ser reconocida como hija adoptiva de Lorca porque aunque tetuaní de nacimiento, se siente y es lorquina.