Toda la sabiduría humana está contenida en dos palabras: Esperar y Confiar. Al menos esa es la conclusión a la que llegó Edmundo Dantés tras culminar su trabajada venganza contra quienes fueron causa de su desgracia: Fernando Mondego, Danglash y Gérard de Villefort. Trato de imaginar qué pudo sentir el conde de Montecristo al ver cumplidos cada uno de sus planes para resarcirse de su dolor. Imagino que podría quedar resumido en que «sólo el que ha probado el extremo del infortunio puede sentir la felicidad suprema». Esto es, que quien no ha sido capaz de vivir en sus carnes las consecuencias de las maldades humanas difícilmente será consciente de saborear los efectos de una reparación, de un desagravio, de una compensación por lo vivido. De ahí que las lecciones que podemos aprender de la lectura de esa gran novela de aventuras de Alejandro Dumas padre (o de las innumerables versiones cinematográficas, como la del año 1934 dirigida por Rowland V. Lee, protagonizada por Robert Donat y Elissa Landi) sean que, por muchas desdichas que los hombres y mujeres puedan soportar a causa de los comportamientos de otros hombres o mujeres, siempre cabe la posibilidad de un resarcimiento que compense lo pasado.

Bien es verdad que otro camino posible es dejar de lado ese deseo irrefrenable de pagar con la misma moneda a quienes hacemos responsables de nuestro dolor. No quita que en el fondo sienta muy bien que el otro sepa lo que se padece a consecuencia de sus actos, de su intencionalidad, de su propósito. Sobre todo, cuando cualquiera de aquellos está dirigidos a sustentar su bienestar con el precio que otros tienen que pagar para ello. No me negarán que cualquiera de ustedes no disfruta cuando alguien que ha sufrido un golpe en la vida como resultado de las decisiones de otra persona, ésta sea capaz de probar esa medicina si cambiamos los papeles y la víctima pasa a ocupar el otro espacio que tenía el verdugo. Este placer parece reservado al cine, la literatura, los videojuegos o a cualquier tipo de ficción sin más. Con mayor dificultad lo encontramos en la vida real. Pero juguemos un poco a ese afán de venganza. No perdemos nada.

Empecemos, por ejemplo, con quienes minimizan los efectos de la pandemia. Bien sean los negacionistas que huyen de guardar la distancia social, el uso de mascarillas o las cuarentenas, o jóvenes y no tan jóvenes que pasan de seguir las recomendaciones sanitarias. O qué decir de esos políticos que han mirado siempre por sus puros intereses partidistas, localistas o nacionalistas, esos que han jugado un papel bien distinto cuando las decisiones no estaban en sus manos y ahora, cuando les toca de lleno adoptarlas, se convierten en lo que hasta ahora no habían sido. O esos empresarios que no han impulsado las medidas de protección entre sus trabajadores, o éstos, que no las han querido aplicar. O los dueños de locales de ocio nocturno. ¿Imaginan qué puede sentirse si a cualquiera de esos grupos les toca sufrir en sus carnes o en la de sus seres queridos los efectos de la Covid-19?

Continuemos con los consumidores irresponsables, que llegan en algún momento a ser sufridores en primera persona de los resultados de la precariedad laboral o del cambio climático. Conductores temerarios que un día, al ser peatones indefensos, son víctimas de otros conductores temerarios. Hijos que abandonan a sus padres en vida y luego acaban siendo padres abandonados por sus hijos. Incívicos ciudadanos que terminan viviendo las consecuencias de lo que han sembrado.

Al fin y a la postre soy un firme defensor de la justicia poética. La abogo por que creo en ella. Llámenme ingenuo o lo que quieran. La bondad y la virtud siempre vencen a la maldad. Aquellas son premiadas, mientras que a esta le aguarda un castigo. Incluso cuando en ocasiones no tengamos oportunidad de saborearla en vida, este tipo de justicia es la que al final profesa la mayor de las felicidades. No viene mal apostar en algún momento por el otro tipo, aquella que se fragua en una venganza elaborada. Pero tengo claro que esta puede fallar, porque es la impulsada por el ser humano y éste, como sabemos, no es omnipotente ni absoluto. La otra, en la que juegan las fuerzas de la naturaleza, las físicas y las trascendentes, depende menos de la persona, por lo que la alcanza en otra dimensión que normalmente no está a la altura de los mortales. Disfrutemos de la de Edmundo Dantés, pero no desdeñemos la poética, porque tarde o temprano a cada uno de sus confabuladores les habría llegado su San Martín. Aunque no estemos en noviembre.