No es cosa nueva en este país. Golpeados por los vientos contrarios de la política, monarcas débiles y corruptos contemplaron atónitos cómo los vendavales de la Historia les arrancaron aquella buena capa que, como reza el refranero, todo tapa, mientras se ponía al descubierto y a la vista de todos, la retorcida figura moral de la avaricia, la decrepitud y la desvergüenza, ellas sí, potestades soberanas, que se arremolinaban promiscuamente alrededor del trono de la nación.

En tales ocasiones, descendiendo hasta niveles de estiaje el antes caudaloso río de afectos profesados a la Corona, es cuando se habla sin miedo de cambiar las instituciones, de renovar los aires, y algunos empiezan a señalar el camino a una verdadera forma de gobierno más representativa y emanada del pueblo, cuyo nombre es democracia y su plasmación más perfecta se denomina república.

La monarquía es una fruta madura que puede caer con el próximo vendaval, pero creer que simplemente su abolición y la proclamación de un gobierno sin reyes pondrían fin a penas y desigualdades, resulta muy infantil, cuando no peligroso. De nada serviría mantener los usos de una vida vieja, los vicios del pasado y sus malos hábitos políticos en un nuevo régimen por muy democrático que este creyera ser.

Cuando la estrella de la monarquía se eclipse debe haber un pueblo moralmente sano, digno y preparado para sostener las libertades y derechos civiles, para combatir las desigualdades emanadas de la globalización y sobrellevar o mitigar la ruina del medioambiente y los desafíos de nuestro tiempo. Ya se sabe que no hay que poner el vino joven en odres viejos, porque el vigor de su juventud reventaría el odre. Tampoco con malos mimbres pueden hacerse buenos cestos ni de una madera torcida jamás salió una viga maestra.

No se puede construir una república por oposición a los reyes, algo así nacería solo para la confrontación. Antes bien, deben brotar primero la generosidad y los valores cívicos junto con la idea del bien común, del progreso moral y de la garantía de derechos para todos, incluidos adversarios y enemigos. Si no es una suma de voluntades cualquier sistema político fracasará. Antes de cambiar el mundo, hemos de cambiar nuestro modo de estar en él, de pensar y de vivir. No es una revolución política, sino del corazón. La más sencilla de todas, y hasta hoy la que más lejos hemos estado de conseguir.