Juan Carlos I, otrora campeón de la democracia, es condenado por la opinión pública en juicio sumarísimo por blanqueador pecuniario, comisionista camuflado, dilapidador inmoral, adúltero impenitente, evasor fiscal y, más que emérito, rey torpe. De tantos crímenes imputado no se viera reo alguno, ni más escrutado por tantos virtuosos de la moralidad. Permíteme, lector, un contrapeso en la balanza, pues no hay juicio sin defensa.

Carmen Calvo pontifica que la inviolabilidad del Rey debe ser sólo para los actos que realice como tal, pero ¿cuándo un monarca deja de ejercer de rey? La Constitución le otorga tres privilegios: inmunidad, inviolabilidad e irresponsabilidad. Son prerrogativas de una institución que nunca fue democrática. La razón de su consagración constitucional hay que buscarla en la persona, pues la Transición no habría sido posible sin el rey Juan Carlos. Tenía el poder absoluto cuando murió el dictador y sólo él podía liderar el camino democrático.

La inmunidad le permite ser excluido de determinadas obligaciones. No parece anómala prerrogativa, teniendo en cuenta la parlamentaria y la diplomática. ¿Por qué habría de ser menos el Rey que un cónsul, un embajador o un diputado, si él ostenta la representación de todo un Estado?

La inviolabilidad le exime de responsabilidad penal, no ya en el ejercicio de su cargo, como los diputados, pues el rey sigue siéndolo más allá del protocolo. La Constitución le atribuye un papel moderador de las instituciones y ese lo ha ejercido Juan Carlos I en múltiples ocasiones con sabia discreción. El prestigio político internacional que España ganó durante la época de González no tuvo en el Rey un personaje secundario. Tuvo relaciones cordiales con líderes de los cinco continentes, sin importar regímenes políticos, razas y religiones; más allá del indeleble velo de la diplomacia, algunas se confundirían con la amistad. Las deterioradas relaciones diplomáticas con Estados Unidos cuando Zapatero ordenó la retirada de las tropas de Irak, se restablecieron casualmente tras un viaje privado del Rey al rancho de los Bush. Su visita en plena tormenta diplomática fue tan privada como casual. El fracaso del golpe de Estado del 23F no tiene explicación sin una gestión personal y delicadísima del Rey con los mandos oficiales y fácticos del Ejército. ¿Cuándo podemos distinguir, señora Calvo, lo que hace un rey como tal o como ciudadano común? ¡Salvo lo que pase en la alcoba, claro está!

La irresponsabilidad significa que los actos del Rey han de ser refrendados por el Gobierno. No puede ser de otro modo, pues la alta representación del Estado requiere que el Gobierno, como poder ejecutivo que dirige la política del país, asuma cuanto el Estado representa y respalde a quien tiene encomendada constitucionalmente tal misión.

Objetemos un supuesto extremo: ¿Y si el Rey atraca un banco a mano armada? Como caso práctico de Derecho Constitucional parece estrafalario. ¡Ah, pero Corinna nos plantea el límite del absurdo! Está procesada por un dinero de dudosa procedencia y, para evitar su condena, alega que fue dádiva de concubina regia. Los jueces de la moralidad ajena creen a pies juntillas la versión de la acusada, que goza del derecho de no decir la verdad, incluso ante el fisco.

Nos solivianta que el Rey cobrara comisiones porque son espurios los negocios privados de quien simboliza al país tal que la mismísima bandera. No es ilícito ejercer de comisionista, pero cuando lo hace el rey, su fruto es de filiación bastarda. Un comisionista tiene obligación de pagar impuestos, pero el rey tiene un patrimonio excluido de ciertas obligaciones fiscales. Felipe VI ha cambiado el régimen legal de las partidas presupuestarias, mas por razones de transparencia institucional, no por responsabilidad del gasto.

No juzgamos ahora si Juan Carlos cazaba elefantes en sus ratos de ocio, práctica ciertamente odiosa, incluso para los de vocación cinegética. Pero también cazaba osos con Putin y nadie critica las excelentes relaciones diplomáticas de España con la URSS y luego con Rusia, pese a pertenecer a órbitas políticas sideralmente distantes, cuando los osos, ya sean pardos, grises o polares merecen la misma protección que los proboscidios.

El tema de sus relaciones con Corinna no es menos reprochable pero nos debe importar bien poco, pues a la reina Sofía le corresponde como perjudicada el único reproche posible, moral y legalmente.

Podríamos seguir discutiendo en toda la extensión de este periódico con razonamientos irreconciliables, pero cualquier juicio implica una balanza y todos los argumentos han de ser ponderados en ella. Los jefes de Estado de países republicanos también tienen privilegios similares; imagina, lector, que alguno de los presidentes del Gobierno lo hubiera sido del Estado. Razón pintiparada para abrazar la acracia.

Mientras descubrimos los libérrimos manejos del Rey emérito, ahora expuesto a la vergüenza y el escarnio público, debemos tener presente que los privilegios de que gozó, recogidos en la Carta Magna, protegen la institución y todo aquello que representa, con independencia de quien los ostenta. Si en el desempeño del cargo abusó de ellos taimadamente, su desprestigio personal también arrastra a la corona. Pero en la balanza deben permanecer en el tiempo sus méritos y sus logros. Los deméritos tal vez nos enseñen ahora el precio que hubimos de pagar por nuestra democracia y, con ello, el valor de lo que tenemos y la importancia de mantenerlo.

Dado que no le podemos garantizar un juicio imparcial y se comenta la conveniencia de un destierro, a falta de una ínsula Barataria, ofrezcamos esta Región Murciana, no para su confinamiento, sino para refugio acorde con la tradición secular de una tierra que hace gala del privilegio medieval por el cual los más horrendos criminales podían venir a defender el reino fronterizo. Como quiera que Murcia perdona y olvida tropelías de toda índole de sus propios gobernantes, tal vez un rey sin corona nos redimiera de tan fatal destino haciéndose simbólicamente el harakiri de su regia condición.

Venid a Murcia, Majestad, aquí serán perdonadas todas las faltas de que seáis deudor.