Hace algunos años, un grupo de profesores de la Universidad de Murcia y otras personas relacionadas de alguna manera con Arturo Pérez Reverte, como José Belmonte, decidimos hacerle un homenaje a su obra, a través de la Universidad del Mar, dependiente de la UMU. A mí me tocó recoger a Marsé y a su señora para llevarlos desde Murcia a Águilas, donde tuvo lugar el homenaje. Le había saludado unos meses antes en Barcelona. Me pareció su conversación como una lectura de uno de sus libros, porque Marsé hablaba muy bien y lo que contaba siempre tenía algún interés, bien de su corriente intelectual o por su pripia manera de narrar oralmente.

Lo pasamos muy bien con él y con Joaquina, su mujer, aquel día en que mi hijo Pablo y yo lo llevamos a Lorca y a Águilas, donde se celebraban, finalmente, los actos en su honor. Y añadamos que en Lorca, su amigo, el escritor y Premio Ciudad de Barcelona, José María Castillo-Navarro lo estaba esperando con el alcalde y otras personas para saludarlo, y con él habló durante un tiempo sobre su vida literaria y la de Castillo en aquellos años de la Barcelona en que si uno trabajaba en una tienda, el otro lo hacía en el muelle, y escribían, cuando llegaban a casa, después de trabajar duro. Castillo y Marsé, buscadores de trabajo y escritores de raza, como lo fueron Larra o Galdós, y que, además, conjugaron el realismo estructural y crítico con los recursos y técnicas más novedosas, aunque cada uno a su manera.

Debo admitir que considero a Juan Marsé el escritor más importante de nuestros tiempos, siglos XX y lo que henos andado ya del XXI, con un mundo muy didáctico y lenguaje propios, a pesar de sus sacrificios para llegar a un reconocimiento internacional. Murió su madre en el naciniento de Juan y fue adoptado por unos padres obreros del barrio donde siempre vivió: el territorio de Marsé es lo más importante de sus novelas, los barrios del Carmel, el Guinardó y donde nace en 1933 para morir hace unos días; de llamarse Juan Faneca Roca, tras la muerte de su madre en el parto tomó el apellido de sus padres adoptivos: Juan Marsé Carbó.

Trabajando al principio el oficio de joyero y después en una revista, Marsé formó parte de la Generación de los 50, junto a Gil de Biedma, García Hortelano, Vazquez Montalbán o Eduardo Mendoza. Se casó en 1966 con Joaquina Hoyas. Sus novelas fueron llevadas al teatro o al cine, siempre con no muy buena suertea. Pudo haber sido importante la que iba a dirigir Víctor Erice, con una guion trabajado por el autor y el director de cine, pero no llegó a realizarse finalmente, y quien lo hizo no acertó como tampoco ningún otro director lo hizo con alguna de sus novelas; así sucedió también con aquel personaje excepcional, el charnego enamorado de una burguesita catalana, El Pijoaparte, en Últimas tardes con Teresa. Las novelas de Marsé han sido analizadas como de lo mejor en narrativa que se ha escrito en el siglo XX, y compararle con cualquier otro escritor es inútil.

Ahora, durante estos días muy tristes cuando ha fallecido nuestro amigo entrañable, tal vez el narrador más brillante de los últimos tiempos, aparece en la memoria aquellos días por Lorca y Murcia, ya inolvidables, y me vienen así los recuerdos de un hombre humilde, bueno, reflejo de su litertura, yo diría que hablaba como escribía, lo que fue una constatación magnífica, inolvidable también.

Después de aquel viaje a Lorca y finalmente ya en Águilas, se reía mientras le señalaba el tren que pasa por enmedio de las casas de Águilas, junto a un bar, como a unos diez metros. Y le dije: «Mira ahí: Sangay también, Juan». Y se reía a carcajadas de aquel paisaje urbano del tren por enmedio de la calle junto a nosotros, Joaquina y mis hijos, de aquella estampa que tantas veces hemos recordado cuando nos hemos escrito.

Y pienso, además, que aquel honor que tuve de acompañarlo a mi tierra varias veces y una de ellas con nuestro querido Paco Rabal, como cuando lo he visto en Madrid o en Barcelona, han sido grandes momentos. Un escritor de la fuerza y el coraje de Juan Marsé es como decía Azorín de Alberti, de los que «nacen cada cincuenta o cien años», que queda en sus personajes eternizados y enraizados en su barrio, aquellos charnegos y gentes llegadas a la Barcelona suburbana para sobrevivir al hambre, hombres y mujeres que trabajaban y luchaban también contra un régimen absurdo y también muy cruel. Y que Marsé relató desde un existencialismo novelado, centrado en la sociedad española de postguerra.

Leer a Marsé es hacerlo desde un brillo literario entre escenarios desvastados por la miseria moral. Y cuando leo Rabos de lagartija me acuerdo de Chispa, el perro de David, el personaje creado por Juan que le puso, como a mi perrita, Chispa. «Qué suerte tuviste, Chispa, qué suerte, así tu nombre vivirá siempre en la novela de mi amigo», le decía entonces a mi pequeña pequinesa.