Cuando Jesús se acercó a Jerusalén poco antes de ser ejecutado, entró en el Templó y arrojó las mesas de los cambistas al suelo. Luego, de regreso a un lugar seguro tras el golpe al centro del poder judío, sus discípulos pudieron ver la higuera que no había dado fruto, sin ser tiempo de higos, seca. Además, existen palabras muy duras de Jesús que la tradición ha conservado sobre el Templo: «No quedará piedra sobre piedra» y «si tuvierais fe como un grano de mostaza le dirías a este monte que se quite de aquí y lo haría», hablaba del monte sobre el que está el Templo de Jerusalén. Estas tradiciones parecen tener verosimilitud histórica según muchos investigadores, Sanders entre ellos, y nos hablan de que el conflicto que llevó a Jesús a la muerte se fragua en la confrontación con el centro del poder religioso, político y económico que estaba situado en el Templo.

La propuesta de Jesús parece ser esta: la intermediación del Templo y sus sacerdotes no es válida para Dios, ahora es necesario vivir la verdadera y única mediación, el Reino de Dios, una organización social que convierte la misericordia divina en estructura política. Ya no son válidos ni los sacrificios ni los sacerdotes encargados de ellos; sobran las estructuras de injusticia que se han generado alrededor de la religión y hace falta compromiso con la justicia y la misericordia. Según el evangelista Juan, después de lo del Templo se confabularon para matar a Jesús los poderosos.

El verdadero templo no está construido con piedras, como una institución humana creada para organizar la injusticia. El verdadero templo está construido con piedras vivas, con personas, para organizar la misericordia y la justicia. Ese es el compromiso vital de Jesús y esa es la marca determinante de la Iglesia naciente, que fue capaz de vivir en medio de sus comunidades la misericordia que Dios había mostrado por medio de Jesús.

La Iglesia no necesita templos para vivir la experiencia del Reino, necesita estructuras de justicia y un gran compromiso con lo verdaderamente humano que es el núcleo del cristianismo originario. Los templos son lugares donde fácilmente se cae en el error de pensar que Dios está ahí atrapado y que fuera de ellos existe una vida distinta y separada. No, Dios está en medio de nosotros, en medio de nuestras alegrías y esperanzas, penas y sinsabores. La Iglesia organizó en sus orígenes, cuando el latido de Jesús aún resonaba en los corazones, una estructura que rompía la visión dualista del mundo, la Eucaristía, en ella se vivía la vida en plenitud, compartiendo todos en comunidad los bienes y las alegrías, las preocupaciones y los riesgos de ser testigos de la misericordia en medio de un mundo inmisericorde.

Algo parecido es lo que el papa Francisco quiere decir cuando se refiere a la Iglesia como hospital de campaña. El verdadero templo es el compromiso por un mundo renovado.